domingo, 30 de abril de 2017

La palabra terremoto


Hay un cierto vicio semántico en las palabras que sirven para denominar grados de movimientos sísmicos. Se le suele llamar "temblores" a los movimientos casi imperceptibles o demasiado débiles. Pero cuando esos movimientos adquieren una fuerza mayor, llegando a interrumpir el ritmo de la mecánica social, se les llama inmediatamente "terremotos". Inclusive, existe una denominación especial para aquellos terremotos que adquieren una cualidad catastrófica única. Cuando provocan una destrucción de grandes magnitudes se les conoce de forma automática como "cataclismos". Según la escala de Mercalli, la intensidad de los movimientos de tierra podría verse representada en su potencial destructivo de las estructuras humanas. Esto lleva a pensar que, de acuerdo a esa escala, un movimiento de tierra solo puede alcanzar el nominativo de terremoto o cataclismo cuando sus consecuencias son lo suficientemente letales. Resulta interesante, de ese modo, constatar cómo estas palabras han sido capaces, con su uso reiterado en cuestiones sismológicas, de mutar, digamos, su sentido neutro, de diccionario, para pasar a representar exclusivamente los grados en que un movimiento de tierra va aumentando su fuerza y desplegando el desconcierto a su alrededor.

Lo que pretendo destacar es cómo, por ejemplo, la palabra terremoto fue simbolizando aquellos movimientos de tierra que pasaron a la historia como los más caóticos, siendo que, en estricto rigor, terremoto vendría siendo cualquier clase de sismo independiente de su fuerza o intensidad. Hay ahí una cultura sísmica apócrifa, una cultura de lo desastroso que los chilenos solo asumen inconscientemente. La intuición de que al nombrar la palabra terremoto esta debe necesariamente aludir al fenómeno que designa, tratando de ajustar la realidad del evento natural con su significante arbitrario. El punto es que podríamos llamarlo de igual forma: sismo, temblor, pero no sería lo mismo. Esos nombres no agotarían la cualidad fenoménica del movimiento de tierra al cual se alude. No tendría la potencia semántica que le corresponde por mérito. En cambio, la palabra terremoto, por sí sola, ha creado un precedente casi como insignia de nuestro carácter. Ha pasado a coronar el léxico de nuestra sismología. Es cosa de historia general. Basta con recordar, por ejemplo, el "terremoto de 1906" en Valparaíso y el "terremoto de 1960" en Valdivia, conocido a nivel planetario como el más devastador del que se tenga noticia. (Incluso existe un libro llamado "El terremoto de Chile" escrito por Heinrich Von Kleist y publicado durante el siglo XIX, que versa precisamente sobre un terremoto de Santiago ocurrido en 1647, y la impunidad producida luego de la ruptura del contrato social). El léxico que tanto nos caracteriza ha conseguido instalar en el imaginario occidental la palabra terremoto prácticamente como sinónimo de nuestra idiosincrasia y de nuestro devenir. En cuanto a la inclinación natural por el desastre, entonces, no somos otra cosa que unos campeones absolutos.


sábado, 29 de abril de 2017

Temor y temblor

I

Al llegar al banco para cobrar el cheque de fin de mes, comenzó a temblar. La señorita frente a mí en la fila se veía que anotaba un estado en su face móvil. Antes del temblor había puesto que no lo había sentido, que últimamente no sentía nada en absoluto, que se sentía "ignorada en ignoralandia" (sic). Luego del movimiento, puso un nuevo estado que decía que ahora sí lo sintió. Se notaba un nerviosismo en su rostro, que, a simple vista, no se manifestaba en palabra alguna. Conforme la fila iba avanzando, la ansiedad aumentaba. Por un lado, la gente más adelante en la fila esperaba con ansia el pago respectivo de su salario; por otro, deseaba que los movimientos acabaran o que, en su defecto, la fila avanzara para evacuar cuanto antes sin mediar ninguna clase de explicación. La señora que estaba a un lado de la cajera en la fila contigua decía querer irse a la casa cuanto antes. Lo hacía manifiesto de manera verbal, como si con eso pudiese conjurar el tiempo necesario para desaparecer del lugar y abstraerse de su miedo. En verdad, el pánico casi siempre venía dado más por la propia gente y su descontrol, que por el efecto real de las réplicas sísmicas. Era la gente y su ansia de salir corriendo, la gente y su manía apocalíptica la que propiciaba que las cosas se salieran de la raya. 

Luego, dos llamadas perdidas y un mensaje. Era la de mi madre, y el whatsapp de un amigo. Madre quería saber lo típico: cómo y dónde estaba. El amigo me preguntaba cómo había estado anoche la lectura. Increíble cómo el movimiento de tierra tiene su efecto también en la comunicación. A fuerza de estrechar las distancias, los temblores guardan también una inusitada fuerza perlocutiva.

Cuando ya debía volver al puerto, fui en busca de unos documentos para en la tarde pegarme el pique a Quillota. En la fotocopiadora, la señora me hacía ver que el alcalde Sharp había suspendido las clases en Valpo como medida preventiva. Seguramente notó la cantidad exorbitante de fotocopias, la premura nerviosa por preparar material pedagógico, solo analogable a la premura de la gente por salir corriendo hacia cualquier parte como si sus sombras fuesen su epicentro. Le hice saber a la señora que, muy a mi pesar, las clases que debía dar eran en Quillota, no en el puerto. Con un extraño humor, la señora decía sentirlo mucho. “No se mueva tanto no más”, aprovechó de decir. Ese último gesto, por gracioso, pero también por descarnado, alcanzaría, más allá del destino del día, una consecuencia fuera de todo pronóstico.

II

Llegada al Preu. Esa vez a tiempo. Se encontraba ella. La misma secretaria que el primer día se tomó la molestia de confirmar mi existencia como profesor en la base de datos. Solo recuerdo el café que se dio la gentileza de servirme, una vez sorteado el impasse de la coordinadora que había olvidado informarle de mi llegada. Fui directo a su recepción. Para romper el hielo no me quedó otra que hablarle sobre los temblores en la Quinta. A medida que la conversación iba tomando forma, dijo algo inesperado, tan inesperado y fuera de la caja como un rumor subterráneo. Dijo que en realidad a ella le hubiese gustado que temblara más. Que, de hecho, le gustaba que temblara. Su respuesta me pilló desprevenido. Un dicho fuera del sentido común, una especie de remezón pero también, a su manera, una suerte de bálsamo, después de una jornada de lógica furibunda. Le pregunté que cómo así, que cómo era posible eso. Su gusto por los temblores. Dijo, sin más: porque “revelaban lo que éramos”. Le dije que se había puesto profunda sin quererlo, hasta filosófica. Enseguida mencionó que no tanto, sino que más bien creyente. Se me vino a la mente de inmediato el libro de Kierkegaard, “Temor y temblor”. En él también se hablaba, en cierta medida, sobre los vericuetos de la fe, sus ondulaciones a veces contradictorias. “El movimiento de la fe se debe hacer constantemente en virtud del absurdo” reza una de sus pasajes. “… aunque poniendo un cuidado extremo en no perder la finitud, es decir teniendo en cuenta que se está en este mundo”, concluye a modo de apostilla. La secretaria, con su declaración, parecía reflejar casualmente esas palabras de Kierkegaard. Sobre todo cuando explicaba su comentario inicial, notando mi extrañeza al respecto. Mencionaba que los temblores quizá nos ayudaban a “poner los pies sobre la tierra”, a constatar que estamos solo de paso, que los movimientos podían interpretarse como pruebas de nuestra transitoriedad. Pero claro, lo hacía siempre enfocada en señalar que detrás de todo se encontraba aquel agente invisible conocido como Dios, haciéndonos sacudir para doblegar nuestro escepticismo y tentar nuestra suerte.

Después de eso, un silencio incómodo se prolongó un rato. Ante la falta de respuesta a los porqués, de pronto cada quien se vio atosigado de quehaceres. En eso debía regresar a la sala de profesores para buscar las guías de la tarde. La secretaria, por su parte, atendió a un alumno que venía a inscribirse. Una despedida corta, temblorosa, cerraba irreductiblemente ese efímero encuentro. Volvía de ese modo raudo a la sala NN, la sala de clases anual, pensando en la suerte de todos los que viven el absurdo como un movimiento fuera de la máquina, mientras otro par de alumnos en el patio también hablaban, en serio pero con total soltura, sobre su posible reacción ante una catástrofe hipotética dentro de una sala de clases. Absurdo. Expectativa. Temor y temblor.


lunes, 24 de abril de 2017

Vía a Quillota

A las seis y media de la mañana del Sábado, tomé la micro Vía aeropuerto rumbo a Quillota. La semana pasada había partido más tarde, confiado en que aquella bendita micro pasaría a tiempo. Sin embargo, bajo la presión cronológica, solo alcancé a tomar una sol del pacífico que acabó realizando un recorrido alternativo, haciendo prácticamente un city tour por todo el interior: Quilpué, el Belloto, Villa Alemana, Limache, con paradas extensas y a una velocidad que haría pensar que el conductor tenía en mente más bien una agencia turística sobre ruedas. En resumidas cuentas: llegué al preuniversitario media hora tarde. Al menos, era la primera vez que hacía ese recorrido. El pique se aprendía, después de todo, por ensayo error. La experiencia, no obstante, se asimilaba lentamente a la misma velocidad de aquella micro matutina. A duras penas, como masticando cada minuto que pasaba. Como recogiendo imaginariamente la basura del camino. Ayer, en cambio, contra todo pronóstico, llegué incluso una hora antes. Sucediendo exactamente lo contrario a la primera vez. El preuniversitario aún no abría. Así que golpeé el portón como haciendo valer mi impuntualidad. Fui hasta la Plaza de Armas de Quillota a hacer la hora. Saqué unas cuantas fotos, mientras veía como los cabros iban llegando de a poco desde calle Freire. Unos iban rumbo al Cepech de la esquina. Otros en dirección contraria, desde donde venía, hacia donde debía volver.

De vuelta al preu, correspondía examinar un ensayo diagnóstico PSU. Los chicos del curso iban llegando a cuentagotas, casi a un ritmo a destiempo. El clima de la clase, tan radicalmente distinto al dos por uno de la semana, me dio la ocasión para tomar una taza de café allí mismo, con total desenfado. Los chicos, a medida que bebía el café, iban retirando sus ensayos. El silencio era tan insólito que llegaba a conmover. Cualquier ruido era interpretado como excesivo, innecesario. Revisando el ensayo, durante la calma inaudita de la sala, di entonces con una pregunta relacionada con Baudelaire. El texto se refería a la percepción que tenía el poeta sobre París. La definición del flaneur decimonónico: vagabundaje, melancolía, añoranza. En una parte de la pregunta de léxico contextual, hablaban sobre un sinónimo adecuado para “repulsivo”. Las opciones daban cuenta precisamente de la cualidad de aquellos lugares frecuentados y rescatados por el poeta. Aquellos lugares que, por su calidad de sombra, al margen del itinerario citadino, poseían una belleza revulsiva, si se quiere, una luz indómita, que pugnaba por salir e iluminar los pasos del errante de turno. La pregunta hacía referencia, implícitamente, al oficio de caminar por caminar, sin mapa, sin propósito, propiciando lo desconocido y lo extraño a cada paso y en cada esquina.

Al final del diagnóstico, los chicos y chicas se iban yendo poco a poco. También hice lo mismo. La coordinadora recibió los ensayos, con una sonrisa rápida, demostrando que andaba medio urgida. La despedida de rigor y, luego, la retirada indolente. Afuera aproveché de completar el paseo exprés de la mañana. Volvía al centro. Plaza de Armas. Me encontré con un par de alumnas que estaban conversando en uno de los asientos, frente a la pileta. Luego, en el centro comercial, otro par de alumnas, sin dirección conocida. Saludaban a lo lejos, como quien saluda a alguien que solo viene de paso. Así sus siluetas se perdían y se confundían entre el gentío de los peatonales, con la pura añoranza de volver la próxima semana bajo una presencia puramente contractual.

Lo especial de Quillota, después de todo, era que transmitía esa sensación casi extinta, de que todos por esos lares conformaban una sola gran comunidad. El extraño era identificado casi al instante. Quizá acogido dentro de la masa, dentro de las inmediaciones, pero de igual forma, reconocido, señalado como tal. Como un solitario que solo viene a hacer un trabajo efímero. Su anónimo grano de arena. Pensaba, de ese modo, al cruzar la acera frente a la muni, en volver de regreso al puerto. El hambre, el sueño y la batería baja hacían lo suyo. La parada del bus-metro indicaba que el paseo, que la ilusión del caminante romántico tenía sus límites. Sus límites materiales, sus límites circunstanciales. Que siempre al final del día no quedaba otra cosa que hacer la vista gorda, revisar el efectivo restante y guardar celosamente esos pasos en falso, con una afición obsesiva, como si fuesen el alma de la ciudad.

domingo, 23 de abril de 2017

Mi madre me comenta respecto a la situación del temblor anoche. Nada del otro mundo, a excepción de la ola mediática. Empieza entonces a hablar sobre el terremoto del 85. Decía que en aquella época, la abuela le calmaba, luego de la seguidilla de réplicas que ocurrían, explicándole que es mejor que tiemble de a poquito, para que así la tierra libere energía y no ocurra nuevamente un terremoto de gran magnitud. Claro está, un mito confortable, para nada científico. Sin embargo, parecía que después de esas palabras inocentes y bienintencionadas, cualquier otro movimiento o desastre lucía menos terrible que antes. La explicación de realismo mágico que daba la abuela se recordaba con cariño, y hasta cobijando cierto halo de seguridad. Un escudo hecho de puro corazón y palabra contra una fuerza natural implacable. Era la potencia anestésica del relato, más allá de su veracidad o falsedad. Podría estar cayéndose el mundo a pedazos, pero seguiríamos, no obstante, aferrados a nuestros relatos como de una tabla al borde del abismo.

sábado, 22 de abril de 2017

La convivencia

Cuando el 2 B se hallaba en hora de Matemáticas, la presidenta del curso entra a la sala y me llama. Me pide en la puerta si podrían hacer la convivencia que tenían preparada durante la semana para la hora de Lenguaje. La chica dijo que pensaban hacerla en hora de Orientación religiosa (hora que para ellos equivale a no hacer nada, al igual que la palabra convivencia), sin embargo, ni el director ni la secretaria lo admitieron. Como me vio cara de buena onda, la chica me lo pedía casi suplicante, de forma casi sobreactuada, en el pasillo durante el intersticio entre las dos clases. Como era de esperarse, acabé aceptando, rendido ante el encanto y el dramatismo de la chica. Pero, claro está, con ciertas condiciones. La primera era que la convivencia solo iba a tomar la primera hora de la clase. La segunda, que ellos mismos ordenarían todo para retomar la materia y el repaso para la prueba de la próxima semana. La chica aceptó sin más, de buena gana, con una sonrisa contagiosa, aunque con cierto dejo reflejado en el rostro seguramente por no conseguir que la convivencia cubriera estratégicamente las dos horas de Lenguaje.

Una vez que acaba el recreo, y ya dentro de la sala del 2 B, el curso había dispuesto la mesa del profesor a modo de mesa té club para la comida chatarra y las bebidas de fantasía. Algo de música ambientaba la velada. El aula de pronto convertida en el simulacro de alguna previa juvenil. Acudo a la mesa de buena gana, a la mesa que me corresponde pero no para enseñar nada, sino que para atacar el banquete del alumnado. Los alumnos proponen jugar verdad o reto. Entre charla y charla, comilona y desafío, la idea, a pesar de todo, se va diluyendo. Un alumno entra en confianza, seguramente habiendo conversado con los chicos de la directiva del curso, y me propone esta vez extender la convivencia por las dos horas. Le digo que no, que las condiciones ya se las había planteado a la presidenta del curso y ella las había aceptado abiertamente. Ante la negativa no les quedó otra que continuar y disfrutar lo más posible la convivencia. Se zamparon de ese modo lo que quedaba sobre la mesa, subieron el volumen de la música y rieron a borbotones. No paraban de entrar y de salir de la sala, temiendo que cada uno de los pasos fuera del aula fuese motivo de un escándalo inminente.

Ya pasada esa loca primera hora, increíblemente los chicos se pusieron a ordenar la sala y a limpiar los restos de la comilona. Les hice saber que lo podrían dejar para el recreo, incluso para una previa del fin de semana, tratando de buscar de ese modo un gancho de empatía. Una de las chicas pensó, después de todo, que no era tan mala idea reservar los restos de la pequeña convivencia escolar para la verdadera convivencia nocturna. Cuando ya todo el curso se hallaba de a poco en disposición de retomar la segunda hora de clases, ya sin aspavientos ni dispersiones, un cabro del fondo a la esquina me hace saber que debía agradecerles por la convivencia. Extrañado, le pregunté que por qué, a qué se refería. El cabro, ni tonto ni perezoso, me dijo que porque gracias a ellos me pagarían una hora de trabajo comida y bebida. En estricto rigor, según el cabro, esa hora de clases me la pagarían por haber sacado la vuelta de una manera festiva. Algunos compañeros le seguían la corriente. Les hacía gracia. Otros apenas le escuchaban, tratando de volver a enchufarse con el repaso para la prueba. Lo que decía el cabro, después de todo, era una verdad más allá de la regla. Aunque, por otro lado, se trató de una hora en la que el curso realmente se salió con las suyas. Una hora feliz.

jueves, 20 de abril de 2017

420

Hoy día los cabros hicieron un alto por el día de la marihuana. No tenía idea de su existencia. Me puse entonces a googlear, y algunas páginas señalan que el memorable día (20 de abril) es conocido con la fórmula 4:20. El origen de esta fórmula viene supuestamente de una tradición iniciada en un colegio de California, en específico, el colegio San Rafael. Esa era la hora en que cierto grupo de estudiantes en los años 70, quienes se autodenominaron los Waldos, se juntaban a fumar, bajo la estatua de Louis Pasteur, una vez acabadas las clases, y en especial, una vez acabada la hora de los castigos disciplinares, casualmente, en plena época de la revolución de las flores. El día de esa forma no solo simboliza el consumo de la hierba sino que todo lo que la envuelve, el ánimo de sobrepasar los límites, de joderle la madre a los moralistas y a los pacatos. La sensación de aventura, de peligro, mezclada con la aceleración en el cambio hormonal y el efecto placebo y alucinógeno de la planta. En suma, la bomba química anti sistema y el atractivo tubo de escape para la realidad y su horda de obligaciones y de responsabilidades. Recuerdo que durante la clase de Consumo y Calidad de Vida uno de los chicos dijo entusiasta "Sáquese uno, profe". Era el chico que venía de España. Lo decía con una confianza admirable. Luego, un compañero suyo, chileno, fue todavía más lejos. Dijo que para él este día no tenía sentido. Le preguntaron que por qué. Y respondió que porque para él todos los días eran el día de la marihuana. Las carcajadas iban y venían. Ni siquiera yo mismo me había enterado sobre la existencia de un día dedicado a la cannabis. Y lo mejor y más bizarro fue que lo supe de parte de los propios alumnos, verdaderos beatniks en miniatura. La historia, de ese modo, se repite. Algunos entrarán a la U, en busca del orgullo profesional. Otros se meterán a trabajar en lo que sea. Pero a todos, sin duda, los seguirá uniendo ese día. Después de las clases, después de la pega, bajo otras estatuas, lejos de otras instituciones, pero volando, vibrando con la misma sustancia, y hasta con la misma inspiración e intensidad.

En relación al censo, una amiga se refirió a una pregunta conflictiva. Extrañamente, como la mayoría señala, no la pregunta sobre quién era el "jefe del hogar", que producía anticuerpos al asociarse al discurso de género, sino que la pregunta relacionada con la pertenencia a algún pueblo indígena u originario. Decía que la pregunta estaba mal planteada, porque señalaba explícitamente que si el censado se "consideraba", no si pertenecía, cuestión que queda a criterio subjetivo de cada individuo. Por ejemplo, si alguien del extranjero viene y por uno u otro motivo se considera mapuche, no siéndolo, tendría que colocar esa opción como válida; o, yendo todavía más lejos, si un rapa nui de repente considera que se siente identificado con otra etnia que no sale en la lista tendría toda la libertad de colocar cualquier clase de etnia en el apartado "otros", por rebuscada o absurda que resulte. El criterio entonces, al no estar bien demarcado, se encuentra con un callejón sin salida, y da para imaginar o inventar prácticamente cualquier cosa sin restricción, salvo el que cierta lógica al uso dictamine como inviable o derechamente fuera de lugar. La palabra "considerar", que en este caso significa creer, estimar, juzgar, verbos personalísimos, derivada originalmente del latín, "observar a los astros", rompe con el límite político y va más allá de la pura estadística. Entra en el terreno de la subjetividad, donde no existe otro censo que el de la imaginación. Merced a este error no forzado, cualquiera podría considerarse originario de cualquier lado (o de ninguno) si así lo prefiere, con todo derecho, siendo tomado por un loco pero con todo el vacío de la ley a favor de su inubicabilidad. Hubiera querido trabajar en el censo solo para leer las más disparatadas y surrealistas respuestas que hubiesen surgido de esa pregunta mal hecha.

martes, 18 de abril de 2017

Según dicen ayer uno de los cabros quedó con matrícula condicional luego de enfrentarse verbalmente con un vecino del instituto. La cuestión fue debido a una pelota que cayó en el patio del vecino, con la cual los alumnos jugaban durante el recreo. El vecino, al enterarse de esto, le paró los carros a los chicos que salían del instituto sin autorización a buscar la pelota en la casa de al lado. Durante la discusión posterior, el cabro condicional se botó a choro, y el vecino, sin más, hizo como que iba a sacar un arma de fogueo. El asunto resultó finalmente tan embarazoso que al director no le quedó otra que separar las aguas, y aplicar la medida coercitiva correspondiente al alumno que, de acuerdo a las versiones del hecho, incitó el conflicto. Sobre eso se habló hoy en la mañana. El bochorno de la pelota, lo llamó, irónicamente, el director. Un compañero del cabro condicional que iba entrando, habló, en cambio, sobre el bochorno del arma. La verdad sobre lo ocurrido se debatía entonces entre una pelota arrojada fuera del límite de la institución, y un arma apócrifa simulando defender un determinado metro cuadrado. La realidad escolar se volvía de pronto esa delgada línea que separaba la experiencia lúdica del atrevimiento.

lunes, 17 de abril de 2017

Quema del Judas

Quema del Judas en los años sesenta. Cerro Barón. Tengo la impresión de que antes la quema del Judas tenía otro motivo, un motivo si se quiere más apegado a la tradición. Un motivo ceremonial. Se recuerda con nostalgia aquel acto de la quema porque reunía a todo el barrio. El fuego tenía entonces un sentido de destrucción pero también de reunión. La calavera en el muñeco representaba a la muerte. Su quema era un nuevo comienzo. El rito de hoy en día, por su parte, se ha politizado. El muñeco ya no simplemente simboliza la muerte, sino que se identifica con los políticos. En el Cerro Castillo, por ejemplo, queman a Trump. En Venezuela hacen lo mismo con Maduro. Incluso en Valpo queman a Jorge Castro. Las monedas que se desprenden de los muñecos en llamas serían lo que la gente desearía tomar de vuelta. El valor de cambio de sus ilusiones. La politización del Judas, plenamente identificado con el "traidor al pueblo". Se perdió quizá el sentido original, religioso, pero el rito adquirió, en cambio, un significado político. La gente sublima, a través de ese acto simbólico de la quema, la indignación colectiva. No solo se venga de su opositor, sino que también procura incendiar su legado.


Amos Oz en su novela Judas planteó una idea hasta el día de hoy controvertida: La posibilidad de que el Judas Iscariote de la Biblia no haya sido un traidor, sino que, por el contrario, el mayor devoto de los discípulos, el primer y el último cristiano. La idea de Amos no era someter esa posibilidad a una tesis, sino que desarrollarla de manera polifónica en un libro con una trama que mezclara la novela de aprendizaje con la novela de desamor. Así como Borges en su cuento Tres versiones de Judas, planteaba un giro radical, explicando el por qué la supuesta traición constituía en realidad un hecho necesario para completar la misión de Cristo en la tierra. El libro sobre Judas le valió a Amos el descrédito social en su pueblo de origen. Sin embargo, contrario a lo que se piensa, dijo "sentirse orgulloso" de ser llamado traidor por el simple hecho de oponerse a ideas fundamentalistas. Sin ir más lejos, equiparó la relectura de la traición con la de Max Brod hacia su amigo Franz Kafka. Dijo que si Max no lo hubiese traicionado, quemando sus manuscritos, nadie habría sabido de su obra. Lo mismo se podría decir respecto a Judas y su maestro. Si no lo hubiera entregado a los romanos, no habría habido crucifixión, ni mucho menos, resurrección. En resumidas cuentas, no habría habido obra. El cristianismo como tal no hubiera estado completo sin ese sacrificio. Asimismo, la literatura no sería tal sin aquel acto de "mala fe", sin aquel acto deshonesto pero brillante de la publicación. Amos lo supo y lo llevó hasta las últimas consecuencias, convirtiéndose en el traidor de su cultura, pero a cambio de un prestigio de otro orden. Un oscuro prestigio. Un prestigio literario. Todo escritor que sea llamado como tal por la sociedad, en definitiva, tiene que tener un poco de Judas.