viernes, 27 de septiembre de 2024

Escrito hace once años:

En una revisita de las leyendas griegas uno no puede evitar sentirse inclinado a realizar lecturas tardías asociadas a cuestiones tan contemporáneas (y trasnochadas) como la de la soledad de quien ama, o el amor del solitario. Una metáfora, tan sincrónica como clásica a la vez, la del laberinto, resulta oportuna y, por lo demás, increíblemente contingente, a estas alturas temporales.

Desde Ovidio hasta Kafka, se puede deducir que el sentimiento amoroso sigue pareciendo tan dramático como burocrático. Por lo cual, a través del laberinto del amor, ya sea en el recorrido o a la deriva, solo caben únicamente dos caminos: el de Teseo, el héroe codiciado, siempre extranjero, que irrumpe como por asalto pero acaba enredado en el hilo pasional, y por eso mismo, acaba pasando a la historia, acaba venciendo; y el del minotauro, el monstruo indeseado, a quien todos evitan por su proximidad insolente, quien vigila y habita silenciosamente el laberinto, pero que acaba contemplando estoicamente y recordando cómo van cayendo uno a uno los héroes en la madeja de ese hilo, condenado a mirar pero no a tocar, regocijado en su cómoda distancia, celoso de tamaño espectáculo de paroxismo y de salvación, solo deseando la oscuridad de alguna Ariadna que retorne ya fatigada de hilo y de polvo o, en última instancia, la estocada mortal y redentora de algún conquistador extraviado que lo confunda con el villano capaz de robarse la fama ficcional de la mujer y de su laberinto.

Uno no puede evitar entonces, tarde o temprano, sentirse más Minotauro que Teseo, a pesar de que el galán del mito necesite del hilo y del laberinto para acometer su conquista, y que el guardián silencioso pueda hacer fácilmente que el héroe extravíe el camino de regreso, pero negándose por miedo a quedarse con la mujer y soportar servilmente la carga del mito por los siglos de los siglos

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