lunes, 27 de mayo de 2024

Christian Bok, profesor canadiense de lengua inglesa, consiguió algo inaudito en el mundo de la ciencia y la literatura: enseñarle a escribir a una bacteria. Al parecer, el profesor habría llevado a la realidad la idea de que “el lenguaje es un virus” pensada por el viejo William Burroughs. Diseñó una forma de vida capaz de almacenar un poema y también capaz de escribirlo, algo así como un organismo-poeta que pueda persistir en el planeta “hasta que el sol explote”. La bacteria tendría por nombre Deinococcus radiodurans, sería resistente al calor y la radiación, y llevaría consigo un Xenotext, un mecanismo que le otorga la habilidad de escribir de manera autónoma.

Bok compuso un soneto llamado Orpheus, lo incorporó al ADN de la bacteria para que esta pudiera procesar la información y “componer” así nuevos textos poéticos, literalmente, hasta el fin de los tiempos. En el interior de la bacteria reposaría una voz masculina (Orpheus) y una voz femenina (Eurydice). La primera versaría sobre las bondades de la vida; y la segunda, sobre las cuestiones trágicas. Hay quienes dicen que este experimento único en su género podría ser el puntapié inicial para una revolución sin precedentes, inaugurando el término "biteratura" bajo un verdadero "Antropoceno literario".

El hecho de que Bok haya escogido a Orfeo y a Eurídice para su experimento científico y poético tiene un significado. Orfeo es el héroe mitológico que quiso transgredir el umbral entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos para rescatar a su amada Eurídice. Entonces, hay una apuesta órfica en el Xenotext de Bok, una conciliación poética entre el lenguaje de los humanos y el lenguaje de las bacterias, haciendo posible el milagro de la vida a través de la palabra orgánica. Sin embargo, detrás de esa tentativa existe, de suyo, una profanación.

Así como Orfeo desafió los límites entre mundos, Bok, cual moderno Orfeo, se propuso profanar la “escritura de la Naturaleza”, subvertir el orden de la creación a través de un palimpsesto, un texto que se lee y se escribe a sí mismo en un devenir continuo de humano a bacteria, y de bacteria a humano, de texto a xenotexto, «persistiendo como un mensaje secreto en una botella lanzado al azar en un océano gigante», como diría la profesora Virginia Mendoza en su artículo “Poesía viviente en bacterias indestructibles”.

Fascinante, a la vez que espeluznante. Aún no se alcanza a asimilar el poderoso alcance de este fenómeno. ¿Cabrá la posibilidad de que, en un futuro, tras un acabóse cósmico, aquellas bacterias poéticas sean lo único que sobreviva, el único legado de la humanidad al universo? ¿Un legado tan poético, tan bello, tan sublime como inútil? Ciertamente, dichas bacterias, con sus xenopoemas, con su música proteica, microscópica, microlírica, no necesitarían ya de sus creadores los poetas humanos, y no necesitarían de sus cofradías imaginarias. Solo les bastaría un código inscrito en su genética y un lenguaje, una palabra que pueda confundirse con el vacío y con el infinito.

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