Durante Convivencia Social uno de los cabros venía urgido con una pregunta sin resolver. Preguntó cómo podía sacarse el servicio militar. Le dije sin más que podía sacárselo entrando a la U o alegando una enfermedad invalidante. De inmediato, sus compañeros encendieron la polémica. Uno de ellos con tono sarcástico (y no menos cierto) dijo entonces que a todos les quedaba solamente la vía invalidante. Risas. Volvió a preguntarme el cabro ahora sobre cómo me saqué yo el servicio. Le hice saber que no recordaba si era por la vista o por la condición asmática. Una de esas dos. El cabro, dentro de todo, se hallaba realmente preocupado. Me vi reflejado por un momento en ese miedo de ingresar a una institución completamente ajena e intimidante. Pasar, mejor dicho, de una institución a otra sin mediar ninguna clase de voluntad. Claro está, el colegio tampoco era precisamente lo opuesto a eso que temía en un principio. Ahora, en calidad de agente escolar, no soy sino un cómplice más que temía el orden por venir, pero que luego le acabo sobreviviendo a expensas del propio orgullo. El cabro decidido tenía ya su excusa perfecta. Preguntó a su profesor, quien debe hacer las veces de abogado del diablo, si acaso será conveniente alegar estupidez crónica. Las risas nuevamente resonaban como un coro militar fuera de ritmo. Sus compañeros, siguiendo la talla, apoyaban su decisión. Que era la excusa que más le acomodaba, y, sin duda, la infalible. Estupidez crónica insuperable, luego de haber pasado por el colegio a duras penas, ahora, como un estado para eximirse del jodido servicio. La estupidez, lejos de un anatema, utilizada con un fin práctico y creativo. Un pequeño sacrificio en pos de evitar la uniformidad militar. El servicio, sin embargo, debiera tener a la estupidez como requisito previo. Aunque la estupidez no es lo que debiera atacar la pedagogía, sino que la falta de sentido. Si se conduce de forma pedagógica, la estupidez puede, después de todo, producir verdaderos milagros.
miércoles, 19 de octubre de 2016
domingo, 16 de octubre de 2016
Fantasmas borrachos
El miércoles pasado hablábamos de Juan Radrigán con los cabros del segundo ciclo. "El segundo dramaturgo más representativo después de Egon Wolff, con su Fantasmas borrachos". Una de las alumnas, entusiasta con el género dramático, habló sobre esa obra como si conociese al autor, mientras se disponía a avanzar en la reinterpretación de Hamlet con el resto del grupo. Una de las pocas que parecía vibrar con el teatro, en un contexto poco probable. Parecía ella misma encarnar un personaje de la obra: el personaje actriz encantado con una ilusión. Aunque esa ilusión no ofrezca otra divisa que su propio y gratuito placer. He aquí ahora, a modo de homenaje póstumo, una frase de Radrigán al hueso: “Quisiera decir que como habitante de este mundo, en todo momento me ha parecido de suma importancia, saber por qué lloran los muertos, y que es eso lo que me ha llevado a escudriñar en los vivos”.
Let's get lost
Reviso la aplicación youtube del celular, para sacar el último video, y me encuentro con que quedó sonando un documental sobre Chet Baker: "Let's get lost". Sin pensarlo el jazz de Baker arrulló secretamente la noche. Puedo interpretar que la música nos invita a perdernos, o derechamente, constata que estamos dulcemente perdidos, de antemano. De la forma que sea, la música habla por sí sola.
sábado, 15 de octubre de 2016
Apuntes sobre una cita de Juan Francisco Ferré
"El gran culpable de todo es Aristóteles, sí, el Papa del formalismo lógico y la demagogia estética. Ataquemos la raíz del problema. La literatura es una declaración de guerra al aparato lógico-simbólico de la cultura institucional. Ese aparato es aristotélico, esto es, lógico, político, ético y metafísico. La verdadera literatura es una corrosiva máquina de guerra contra este nocivo conglomerado de valores. Y los críticos, como representantes de la cultura establecida, sus defensores acérrimos".
Lo que se conoce como literatura se alimenta tanto de la tradición como de su ruptura. La palabra tradición lleva en si misma la palabra "traición". Ahora bien, ese afán por deconstruir sin un ápice de dirección también puede conllevar un peligro, una simple moda contracultural. Se escribe fuera de la ley, siempre, decía Bolaño. No se discute tanto la influencia de Aristóteles (innegable) sino que el aparato institucional que le siguió. En ese sentido, tanto la crítica como la apología de la tradición juegan un papel recursivo. El uno sin el otro no pueden hacer posible un cambio de paradigma.
jueves, 13 de octubre de 2016
Bob Dylan, Nobel de Literatura
Nunca he sido muy amigo de los premios. Aunque despertar con la noticia sobre el premio nobel a Bob Dylan obliga a pensar en ellos. ¿Un sarcástico ranking del rock o de la literatura? Como sea, el premio nobel a Dylan nos pone a pensar si todavía la literatura puede ampliar su sentido y merecer tamaño galardón, o si todavía la música rock merece un sitial en el enrevesado mundo de las letras. Si fuera por mi yo no pondría a Dylan en la línea del estrellato, sino que precisamente, como su poética grita, en el olimpo de los trotamundos, de los que viven "like a rolling stone", de los vagabundos del arte.
martes, 11 de octubre de 2016
sábado, 8 de octubre de 2016
Hamlet XXI
La obra "Hamlet XXI" maquinada por algunos cabros del segundo ciclo. El título de partida suena futurista. Aunque para la alumna que lidera el grupo: "Representar esa obra en quince minutos y en un guión de solo nueve páginas suena, más que vanguardista, descabellado". Uno de los cabros que haría del fantasma del padre, y extrañamente, del propio Hamlet, dice que el monólogo sobre el ser o no ser continúa intacto. "Cambiará todo menos eso", repetía enfático. Si uno se fija bien, casi cualquier obra clásica podría actualizarse a nuestro siglo. Así, se podría pensar perfectamente en una Divina Comedia o en un Fuenteovejuna XXI, por ejemplo. Cambia el contexto, pero no el drama humano. El riesgo reside en la representación, siempre latente. Se arriesga todo, vida o muerte, en la representación de un clásico. Porque el tiempo, a la larga, dirá si valió o no la pena reescribir lo ya escrito.
jueves, 6 de octubre de 2016
De niño quería ser diseñador gráfico. La fascinación por la realidad virtual era lo mío. Se dio a raíz de la simulación de gráficos tres d de los videojuegos de aquella época. Años 90. Tenía de hecho esbozos inspirados en la trama RPG. Todo eso, sin embargo, se vio truncado por una incendiaria pérdida material. De aquel proyecto solo queda una trama vuelta prosa narrativa. Me fui inclinando hacia la escritura, que crea también a su manera realidades, casi como una alternativa o como una condena. No descarto retomar aquel antiguo proyecto, algún día. Hay que hacerle caso, de vez en cuando, a los fantasmas del pasado. La escritura no tiene por qué ser solamente una sublimación de nuestros fracasos.
miércoles, 5 de octubre de 2016
Uno de los cabros pregunta hoy una excentricidad: "Profesor, ¿alguna idea sobre algún invento tecnológico nuevo?". Le consulto si acaso tiene que ser algo vanguardista. "Solo algo que utilice energía solar", replica él. La pregunta sin preverlo me deja pensando. Ante mi excesiva cavilación, el alumno bromea diciendo que la estoy craneando mucho. Para él, pensar resulta un trámite tramitoso. Una máquina que demora demasiado pero que arroja resultados imaginarios. Finalmente, le digo que un generador a luz solar podría ser una buena idea. El cabro la acepta de buena gana y luego se da vuelta. Aclara que se trata de una idea para un taller de inglés. Que no tiene nada que ver con algo que planea hacer. Una idea sin asidero en la realidad pero, de todos modos, atractiva. Sabe que un generador solar es posible pero poco probable. Que solo lo inventa como un recurso desesperado (pero no menos ingenioso) de aprobación. Que todo en el condenado mundo requiere de dinero y de recursos (de los cuales el común de los mortales carecemos a tientas). El pensamiento para el cabro, después de todo: una máquina abstracta que destila imaginación. Un placer inútil. El propósito del cabro era la aprobación, no exactamente la creación, pero guarda el sentido inútil de todo lo creativo. Se fuerza la inteligencia hasta forzar el sentido común. Se obliga a la realidad a ceder ante esa ley. Todo lo excéntrico nace de esa pugna, aunque termine en uno mismo.
lunes, 3 de octubre de 2016
El final de los tiempos.
Voy al Instituto para cobrar un cheque atrasado. El Viernes el coordinador había olvidado llevar la chequera para cancelar el sueldo del mes. A modo de compensación irónica, nos entregó a todos unas fotocopias sobre las profecías del fin de los tiempos. (Él, profesor de matemáticas, cree firmemente en esta clase de profecías). Una de ellas, la de Alan Martin, versa sobre una calamidad generalizada que colapsará la banca mundial. No se puede tener evidencia suficiente de la profecía, pero se aprecian signos decisivos de que la cuestión en términos económicos adquiere color de hormiga. Llegando al instituto, por ejemplo, resulta que el cheque no estaba, que llegaría más tarde. Imposible cobrarlo un día Lunes, a esta hora. La deuda se aplaza otro poco. El acuerdo pierde fe, por el simple hecho de que la realidad supera nuestro cálculo e interés. Entonces quedo a la espera. Regreso de vuelta atendiendo el llamado de rigor. A veces todo se resume en eso: en una llamada y una promesa. El fin de los tiempos no es otra cosa que nuestra vida vuelta un cheque a largo plazo, sin posibilidad de cobrarlo a tiempo. Una garantía, pero de todas maneras, un final.
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