lunes, 24 de julio de 2017

Sacar sus pantys

Cada tanto en reuniones familiares me recuerdan un episodio de la infancia, un episodio que les causa ternura y, a la vez, hilaridad, uno del jardín infantil, el cual si no fuera por ellos no lo recordaría con tanta recurrencia. Dice relación con una niña que en ese entonces era compañera mía, quien me pidió expresamente que le sacara las pantys, a lo que yo respondía que sí, con una afirmación algo tímida y temerosa.

Por supuesto que cuando lo cuentan lo hacen procurando que la escena mantenga su ternura sin perder su lado cómico. Siempre que sale a colación, la idea se trata de recordarla con la nostalgia, el humor y la candidez que evoca. Sin embargo, sigo pensando, hasta el día de hoy, en todo el misterio que encierra. Lo difuso del contexto y la situación en la cual la escena supuestamente sucedió. El hecho de que no la pueda recuperar en la memoria.

Lo más extraño es que no consigo reconstruirla para confirmar su existencia en el pasado. No consigo recordar ni el rostro, ni la figura, ni la voz de aquella chica que me pidió semejante favor, de una forma, en ese entonces, inocente, pero, más tarde, bastante osada. Comienzo a preguntarme sobre el paradero y la existencia de la niña. Intento reconstruirla en mi cabeza. Cómo era. Sus facciones. Cuál habrá sido el color de sus pantys. Qué habrá sido de ella. Estará viva. Soltera. Casada, con hijos. Fuera de acá. Tan lejos o tan cerca.

La maquinación en torno a la chica es tal que llego a soñar, en cierto punto, con sacarle algo más que pantys. Qué hubiera pasado si lo hubiese hecho realmente. Si ella hubiera sido, con toda su falta de forma y de fondo, una especie de belleza demasiado indefinida para ser cierta. He llegado a imaginar incluso que se produce un reencuentro en el futuro, una hipotética vida juntos, digna de un culebrón surrealista; o ella llega, eventualmente, a acordarse de aquella escena, o yo la alcanzo a divisar en algún lugar o situación incógnita, y de ese modo germina la semilla de alguna remota ilusión.

Pero tanto el lector como ella sabe que solo se trata de caprichos malparidos. Mera dislexia sentimental. Una manzana mordida demasiado a destiempo. Las pantys legendarias de aquella chica, si es que vive, si es que existe, aguardan entonces a salvo bajo su figura y más allá de esta fantasía, quizá en manos de otro, o en manos de ella misma, en mi cabeza, libres todavía de la obsesión inconclusa de su ex compañero desconocido.

Solo temo que con la próxima reaparezca el fantasma de esa escena, aquellas pantys en el inconsciente, como una especie de maldición o de fetiche frustrado. O, más improbable aún, ¡que la próxima sea ella misma! y que en ese escenario ficticio no quede otra cosa que rendirse ante la evidencia, y avanzar lentamente, de forma impúdica, obscena, hacia una mutua aniquilación.

domingo, 23 de julio de 2017

Se decía de un sujeto que estuvo trabajando más de veinte años en una empresa y que, por abc motivo, hasta cierto punto, inexplicable, injusto a todas luces, fue despedido. Los primeros días de ocio podrían haber significado una catársis, una liberación, pero, pasado el tiempo, venía un ingente sentimiento de culpa, un extrañamiento. Mal que mal, el trabajo del sujeto le había tomado más de la mitad de su vida; era inseparable no tanto de su sueño como de su conciencia. Sentía un vacío que se veía reflejado en una carencia de rutina. Era como si de pronto se soltase a un animal demasiado acostumbrado a un universo pragmático -parafraseando a Aristóteles-. A raíz de la cesantía penitente de este sujeto, recuerdo que se hablaba de otros casos que versaban sobre justamente lo contrario: la angustia no por haber sido despedido de forma arbitraria, sino que por haber creído encontrar un trabajo soñado. Estaba, por el ejemplo, el caso de un sujeto que consiguió una pega única en su especie, luego de haber postulado hasta la saciedad, pasando todas las pruebas y cumpliendo todos los méritos, incluso llegando a renunciar a su anterior trabajo, todo con tal de quedar adentro. Resulta que ese sujeto, cuando ya se disponía a esperar el llamado, el siempre intrigante llamado que solo dilata la agonía de la espera, no tuvo otra opción que llamar él directamente, hasta que su empleador le explicó la mala noticia de que, contra todo pronóstico, había perdido el cupo que le correspondía, puesto que el superior había determinado que otra persona -cercana a él- iba a tomar esa vacante. Resumiendo, la ausencia del trabajo, discutida en aquella conversación desconocida, vista desde dos aristas: una, un tanto kafkiana, en la cual el cesante sufre su cesantía como una cruz, por cuanto la pérdida del trabajo le había arrebatado no tanto el sentido de su vida como la brújula de su dimensión. Y otra, más en la línea de Beckett, en la cual la propia meritocracia del postulante se vuelve contra él, desencadenando una inaudita ley de Murphy. La espera por el trabajo, como la espera por Godot, nunca llegó a realizarse. La libertad del cesante y del eterno postulante -ambos sometidos a su suerte- se escondía bajo el horizonte de la libertad de los otros, sus empleadores. Sin haberlo previsto, finalmente lo único real, lo único que los mantenía con los pies sobre la tierra, era esa frustración, el ocio invicto que resultaba de ella, su oportunidad para resignificar el desconcierto.

viernes, 21 de julio de 2017

Es curioso imaginar que para Emil Cioran, en lugar de tres causales, la única causal del aborto habría sido el propio hecho de nacer.
Aparece un doodle que conmemora el aniversario de Marshall McLuhan. Si no hubiera sido por el doodle, no hubiera sabido de su aniversario. Este hecho podrá sonar algo banal, insignificante, pero sería un ejemplo de lo que McLuhan avizoró en su "Galaxia de Gutenberg": la función enciclopédica de la mente, la pérdida del sentido de la memoria (ya temida por Platón respecto a la escritura), recuperada por el sistema eléctrico, en línea, a escala global. Su popular frase "el medio es el mensaje" se aplicaba para la Televisión, en los años sesenta. Hoy por hoy, esa frase podría aplicarse perfectamente a la propia Internet. McLuhan temía que los medios cambiaran tan radicalmente el funcionamiento neuronal que hicieran lo suyo con el pensamiento. Para McLuhan era casi imposible, en el siglo XX, no tanto volver a una era previa a la revolución electrónica como a una mente pre eléctrica. Lo mismo para las generaciones actuales, nacidas y criadas bajo el regazo de los mass media. El dilema no sería tanto imaginar el regreso a una sociedad previa a la internet, (escenario verosímil) sino que desentenderse de su forma de funcionar en el mundo. Su mente no podría volver a su estado pre internet, por la simple razón de que el conjunto de la cultura está ya configurado de esa manera. El concepto de aldea global. Al final, de acuerdo a esa perspectiva, cada época no puede desentenderse de su cosmovisión, y para hacerse presente y proyectarse, esa cosmovisión necesita de su medio como si se tratase de su retina. Este propio estado no sería sino un producto del medio que lo vio crearse, un género textual apócrifo, un homenaje subrepticio a la gran maraña mediática con la que soñamos siempre otra vida distinta (merced a nuestra ficción). Internet sería así para McLuhan la red de redes, la gran "nodriza de los medios". Google su socio capitalista, su caballito de troya. Su mercenario de la información.

jueves, 20 de julio de 2017

"Creo que la Luna es un mundo como este, y la Tierra es su luna" Cyrano de Bergerac, en su "Historia cómica de los Estados e imperios de la luna" de 1662.

miércoles, 19 de julio de 2017

El autonomismo, un oxímoron.
De paseo en Viña con la hermana, divisamos a la altura del Portal Álamos a un cantante algo viejo en silla de ruedas. Tenía a simple vista serias secuelas de paraplejía, pero lo compensaba con un registro vocal bastante sobresaliente. Cuando pasamos cantaba "Trátame suavemente" de Soda Stereo. Los primeros versos. ("Alguien me ha dicho que la soledad se esconde tras tus ojos"). La hermana apuntaba hacia la caja de zapatos que tenía enfrente. Ahí unas cuantas parejas depositaban la limosna. Una de ellas de pronto se regaloneó alrededor del cantante en silla de ruedas. A medida que iba avanzando el tema, lo hacían casi de forma sincopada. El cuadro era romántico pero a la vez patético (en su sentido sensible). Ya acabando la melodía, las parejas abandonaban el sitio, sin aplausos. El espectáculo amoroso y su retribución económica fue suficiente regocijo para nuestro artista, quien, a pesar de todo, continuaba el show, ante la repentina sordera de los transeúntes. Al rato después volvíamos por ese mismo sitio, luego de haber dado una vuelta. El cantante de la silla de ruedas seguía cantando pero esta vez ningún cuadro afectivo al paso lo circundaba, solo la mirada fugaz de los que iban demasiado de prisa para seguir su ritmo. La soledad de nuestro cantante en medio de la calle, al fin y al cabo, no fue más que la soledad del artista una vez cerrado el telón. Solo le quedaba la voz para ser escuchado o, en su defecto, para escucharse a si mismo. A lo lejos se le oía rematar con las siguientes líneas: "cuando nadie me ve, puedo ser o no ser"
Podrá ser un hecho absurdo, pero valdría preguntarse: si los robots llegaran a adquirir conciencia de sí mismos ¿podrían llegar a adquirir también, eventualmente, la idea del suicidio?

martes, 18 de julio de 2017

Al metro estación Chorrillos se subía un flaco medio gótico. Chaqueta de cuero gastada. Chascas. En realidad se hacía llamar "poeta maldito". Le planteó a los pasajeros qué es lo que querían escuchar, si poesía maldita o poesía romántica. Comenzó con la primera, y por su entusiasmo se notaba que era la clase de poemas que prefería declamar. Una intro de Artaud y luego un par de versos suyos, recitados de memoria. Imágenes de muerte y de decadencia al uso. Declamadas a viva voz. Mientras lo hacía, sonaba de vez en cuando la voz femenina automática anunciando, irónicamente, que había que cooperar por un mejor viaje para todos. El flaco poeta comenzó parando, señalando que se trataban de los comerciales. Luego seguía declamando por encima del anuncio, aunque no se escuchase un carajo. Su propia actitud pretendía imponerse al anuncio robótico. La voz del versificador delirante vs la voz mecánica de la automatización. No sé por qué me acordé de aquellas lecturas clandestinas que hacían otrora en los trenes abandonados a la altura de Placeres. Era en esa época el ánimo enérgico y cándido de jugar a la rebeldía. Lo mismo para este simpático personaje a bordo del metro y su malditismo febril. Una flaca al despedirse le daba la mano y le echaba una gamba al paso. Se le oía decir: "También leo poesía". Allí moría el show, mientras el anuncio para el cierre de puertas volvía a hacerse presente. El flaco así desaparecía entre la gente apurada por salir. Ya llegando a Bellavista, sin embargo, reapareció de la nada, saltando detrás del andén hacia la calle, tarareando alguna melodía desconocida mientras contaba unas cuantas chauchas.
Me llega la invitación a un evento, en que se presentará una edición del libro "Poetas, voladores de luces" de Enrique Lihn. Al entrar al evento, sin embargo, interpreto mal y leo "Poetas, voladeros de luces". Hay errores que iluminan.