viernes, 26 de agosto de 2016

Las pechadoras

Tengo el recuerdo de un par de chicas que se nos acercaron de noche un día sábado cerca de Plaza Sotomayor. Estacionamos con un amigo por ahí cerca en busca de carrete. Ellas nos pillaron por sorpresa. Nos pidieron cigarrillos. El amigo les dio. Nos preguntaron adónde íbamos. Les dijimos que adonde nos lleve la noche. Ellas dijeron que iban a Mero club. Que tenían entrada liberada por lista. Las acompañamos. Se pusieron más cercanas de lo habitual. Dijeron que estudiaban psicología. Comenzamos a congeniar, hasta que llegamos a la entrada del Mero. Entonces, se colaron a la fila. Dijeron que las esperáramos. Con el amigo desconfiamos. No creímos que volvieran por nosotros de forma tan expresa. Que nos hayan pedido acompañarlas de antemano ya resultaba, por lo bajo, sospechoso. Es algo que, en nuestro caso, no se da siempre. Milagro de la vida o simplemente una movida oculta.

Volvimos sin rumbo fijo, de vuelta a la casa. Recuerdo haber anotado el número de una de ellas. La blanca y más tranquila. Perfume en la ropa, y una vez más hacia el centro. No llamamos a las chicas. Fuimos de improviso al local habitual para probar suerte. Punto clave para vacilar: no pensar ni planear demasiado. Lo que no esperábamos era que las chicas estaban afuera, deseando entrar. Les preguntamos qué pasó y adónde andaban. Dijeron que en “el Mero estaba fome” (sic). Evidentemente, ellas querían entrar al local donde íbamos nosotros. Con su ayuda, convencimos al guardia de hacerles un precio a las chicas. Entraron dos por una.

Ya adentro, la cosa se puso mejor. Entraron en calor. Se desinhibieron. Querían tomar. Le compramos algunos tragos que pidieron. El trago que pedía una de ellas, la más morena y dicharachera, era un Baileys. Lo recuerdo perfectamente. Después fuimos a la esquina del fondo de la izquierda de la disco donde nos solemos colocar cuando andamos solos. Allá conversamos un rato con ellas, mientras bebían y bailaban. Nos sacamos fotos. Un par para inmortalizar la hazaña. Algunos besos y atraques. A medida que avanzaban los temas, sin embargo, las chicas dejaban de hablar tanto. Y lo que resultaba menos provechoso: parecían no estar tan entusiastas con el baile. Porque lo hacían cada vez menos y más distantes de nosotros. Pronto era nuevamente ellas solas y nosotros por otro lado.

Con algunos intentos para recobrar la onda, conseguimos mantenerla. Pero ellas empezaban a pedir nuevamente tragos, cada vez que intentábamos algo. El amigo señaló para sí con la cabeza, intuyendo que algo no iba bien. Era parte del juego y la diversión de la noche, pero se volvía demasiado bueno para ser cierto. Las chicas, al percatarse de que no seguíamos del todo su juego, al ver que no pretendíamos comprarle tragos sin garantía de acercamiento, se fueron alejando poco a poco, de manera un tanto disimulada. Se hizo el ademan de llamarlas para una próxima ocasión, pero, en medio de la confusión del lugar, nos entendieron a lo lejos, para luego irse a otro sitio desconocido.

La próxima vez que salimos también las encontramos, pero ya con la experiencia de aquella primera noche. Andaban igual de simpáticas, realizando la misma técnica de aquella vez, solo que ahora ya no funcionaría. Seguimos de todos modos su vacile, ya que en ningún otro lugar pasaba nada. Nos prometimos solo estar un rato con ellas, para entrar en onda con el ambiente. Hasta que el amigo se aburrió. Seguía con ellas para ver si algo cambiaba su parecer, pero pronto apareció un tipo de la nada que seguramente andaba a la siga. Con el ingreso de ese tercer agente masculino, la situación se iba de las manos. No quedaba otra que abortar misión. Un beso frío en la mejilla, apenas una mirada fugaz, un gesto de despedida hecho a la rápida, sellaban este repentino azar del universo. Fue al otro día, con una terrible caña moral, que pensamos en nuestras heroínas, y las bautizamos como “las pechadoras”, guardando así un lugar especial en nuestros corazones. Cada vez que una chica nos pida un Baileys, en cualquier otra jornada de esparcimiento futura, será entonces como estar brindando por estas salvajes hijas de la noche.

miércoles, 24 de agosto de 2016

Hoy en un arranque de sinceridad inusual tres alumnos dijeron cuestiones inauditas. Una de ellas, aquella guapa que me trató de viejo el día Viernes con ánimo de broma, entró sin permiso a la sala durante la prueba del otro ciclo. Dijo que lo hacía porque odiaba Matemáticas. Le pregunté que por qué se metía a una clase ajena. Si acaso por oposición le gustaba más Lenguaje. Dijo que no, que solo venía a conversar con sus amigas. Que si fuera por ella no vendría al colegio y “se quedaría en la casa fumando pito con el pololo”. Que lo hace solamente “por el puto sistema en que estoy metida” (sic). Le recalqué: “En el que estamos metidos, señorita”. Otro de los alumnos durante la prueba de Convivencia Social, no lograba dar con las dos respuestas restantes a las preguntas que se le exigía. Se le dijo que por qué dejaría la prueba así. Que por qué no intentaba seguir, y, en última instancia, “chamullear” (el mismo consejo que después le dio a su compañero luego de salir: “chamullear es la ley”). Él contestó sin más que lo hacía porque era nada menos que un mediocre. No todos los chicos se asumen mediocres. Casi siempre apelan al aburrimiento, a la falta de entendimiento o a la rebeldía. Pero asumirse mediocre es ya un paso importante, un paso decisivo. A la salida de la prueba, y al final de la jornada, converso en la escalera con un cabro del segundo ciclo. Me pregunta de qué universidad salí. Le respondo que de la Católica. Entonces se sorprende y dice que cómo puede estar haciendo clases aquí, a sujetos como él que no pescan mucho y que solo ven “el estudio como un trámite” (sic) para salir a trabajar y no los hueven los papás. Que al ser de la Católica debería estar en alguna otra institución “más connotada”. Se le explica que buscar pega fija de profesor dentro del radio de influencias, aunque no lo creyera, es complicado, y funciona prácticamente como cualquier otra pega en Chile: mediante astucia y contacto. Por lo tanto, trabajar en un 2 por 1 es una pega bienvenida mientras se está a la espera de otra oportunidad laboral. El cabro parecía entender el trasfondo del asunto. No se sentía ofendido por la falta de diplomacia del comentario. No esperaba de parte del profesor que dijera que estaba en un 2 por 1 porque realmente le motivase esa realidad. Agradecía, en el fondo, la sinceridad, la crudeza de la verdad. Durante el lapso de una pura mañana, los cabros abrían su interior como nunca. Para despedirse, el último cabro pidió fuego. No pude ofrecerle. No le quedó otra que pedirle a la chica del principio. Caminaban hacia la calle. Una despedida espontánea para acabar con el rictus de la obligación.

martes, 23 de agosto de 2016

Me dicen por ahí que ha ganado el Premio Nacional de Literatura un tal Manuel Silva Acevedo. Busco información y se deja ver un artículo sobre él en Memoria chilena, donde en el encabezado aparece -de forma irónica- la frase: "los poetas están en peligro de extinción".

Julio Ramón Ribeyro, el animal de la escritura


Suena en la cabeza el concepto de "animal literario". No entiendo todavía qué diablos significa. Si no se puede definir bien lo literario por sí solo, menos aún lo asociado a lo animal. Mi viejo decía que era algo que le escucho por ahí decir a un crítico sobre Vargas Llosa: alguien que dada su obra exuda lo que llaman "literatura". O, podríamos decir, alguien que posee, no tanto una obra digna de mérito, sino que un impulso incontenible por producir material considerado literario por sus lectores. Alguien que a mi juicio se define por su pasión por la literatura. Por eso lo de "animal". Pues bien, en el caso de Julio Ramón Ribeyro creo que la cuestión cambia. Posee la cualidad suficiente para ser llamado "animal literario", pero sería apresurado limitar su obra a semejante denominación. Lo que hace Ramón Ribeyro tiene más que ver con la escritura que con lo literario. La escritura libre de categorías y de etiquetas. Ha elegido la prosa como su estilo y también como su forma, no tanto por la ambición de ser llamado "literato", sino que simplemente por el destemplado ejercicio de escribir. Por el placer extraño que causa. "Escribir como hacer el amor, una cosa brutal, fatigante, dolorosa y placentera al mismo tiempo". De hecho, hasta por volverse una razón en sí misma. Nunca suficiente, pero necesaria. Dentro de esa variable, entonces, cualquier otro interés queda relegado a un segundo o tercer plano. Así lo hace ver el propio Ramón Ribeyro en La tentación del fracaso, al cual yo llamo, en cambio, un “animal de la escritura”:

Cuando no estoy frente a mi máquina de escribir me aburro, no sé qué hacer, la vida me parece desperdiciada, el tiempo insoportable. Que lo que haga tenga valor o no es secundario. Lo importante es que escribir es mi manera de ser, que nada reemplazará. Cuando imagino una vida afortunada, millonaria, veo siempre el lugar donde pueda seguir escribiendo. Si no fuera necesario comer, dormir, trabajar, no abandonaría este sitio, donde nada me incomoda, donde gozo del más completo albedrío, donde soy dueño del mundo, de mi mundo, sus fabulaciones, hazañas, torpezas, locuras, el mundo irreal de la creación, al lado del cual no hay nada comparable.



En la mañana me dediqué a escribir puro material evaluativo para las clases. Guías y pruebas. Todo de desarrollo. Un colega amigo, entre talla, me decía que para qué hacía tanto desarrollo, si al final resulta más pega para ti mismo. Le respondí que, al contrario, resultaba más cómodo hacer desarrollo, porque solo se trata de colocar un texto acorde a la unidad y formular preguntas generales, enfocadas, claro está, a la reflexión más que a la respuesta certera. Recuerdo que, a raíz de eso, dos alumnas me preguntaron si lo que estaba pasando les servía para la PSU o no, que cuando iba a pasar materia "de verdad" para la prueba. Dejaban entrever que todo lo que se hacía en clases debía estar en función de rendir una buena PSU, como lo quiere nuestro célebre sistema. No parecían, de ese modo, muy entusiastas con nada que excediera ese propósito mayor. Es la idea todavía predominante sobre la escuela como antesala a la vida laboral, una antesala a ratos macabra para algunos, y a ratos fantástica para otros. Como debe ser en un "país de oportunidades". Para no desanimarlas, simplemente les hice saber que la materia venía después. Que después tendrán su dosis exquisita de condicionamiento clásico. Que lo primero era hallarle el "por qué" a la unidad. Incluso a punta de luchar contra "la paja" que se adhiere al espíritu (y que uno mismo todo el tiempo padece). Hallar eso que no se evaluará en ninguna prueba, que incluso tampoco podrán descubrir a lo largo de su vida, ni con una carrera sólida ni con un trabajo soñado, sino que solo lo encontrarán si dejan atrás sus ilusas expectativas y, en un momento de vacío, se atreven a pensar solo por la libertad gratuita de hacerlo.
La explicación más sincera de un alumno aplicado de por qué le gusta ir al colegio (corrijo: estudiar), a diferencia de los otros: "El conocimiento rockea. La ignorancia apesta".

lunes, 22 de agosto de 2016

Hace tiempo dije que escribir es muy similar a masturbarse, porque son actos en que se piensa en otra persona pero desde una vereda autocomplaciente.

Colegiala desnuda

Me acuerdo haber leído este poema de Jotamario Arbelaez, poeta colombiano nadaísta, hace ya bastante años. De hecho, fue cuando estaba recién empezando a estudiar pedagogía. Uno de esos poemas que te hace replantear la vocación. Lo curioso es que este poema en particular versa sobre un hablante lírico profesor que se calienta con una alumna. Lo recuerdo precisamente por esa singular característica. En narrativa, ya ese tema ha sido tratado de forma magistral por Philip Roth y Nabokov con su célebre Lolita. No he visto, en cambio, ningún otro poeta que se atreva a indagar en ese tópico: el del profesor que sucumbe a sus bajos instintos, a riesgo de sacrificar su imagen pública. He aquí uno de esos poemas clandestinos que desafían lo políticamente correcto, y que juguetean líricamente con lo prohibido. Salud por eso:


Regresa la niña del colegio
Quién sabe qué pensamientos oculta su cabellera negra
Seguramente el profesor calificó mal su tarea
Seguramente que le tocó sus senos
Seguramente le prometió un confite
Regresa a la casa la niña que querría ser desencuadernada
Que gustaría ser repasada por un lector ávido de conocimientos
Regresa con el ánimo de despojarse de sus vestiduras
De estrenar su desnudo para ponerse cómoda
Para poder pensar sin problemas en la regla del tres
Regresa la niña del colegio con ganas de chupar un bombón
Y chupando el bombón piensa la niña que debe haber algo más dulce
Y la sangre circula como miel por su panal florido
y ella siente la voz del atavismo cosquilloso que le dice que
para poder aprender hay que despojarse voluntariamente de todo
Y deseosa de aprender ella se va quitando el vestido
Ese vestido de colegio que con tanto cariño le cosió su mamá
La blusa blanca de infinitos botones
La falda azul ajustada con un gancho de nodriza
Los zapatos del uniforme
Las medias tobilleras que escalan sus piernas derechitas
El brassier que contiene principios básicos de trigonometría
Los calzoncitos de amoníaco
Carpa bajo la cual acampa la prodigiosa respiración de la reina de Saba
Mosquitero de los deseos
Atarraya del poniente
Cabo Cañaveral del cohete carnal
La niña sabe que hay un cinco rayado en mitad de sus piernas
Un coño bien calificado
El honroso diploma
con el cual se gradúa
profesional en el amor
Colegiala del alma
míreme

"qué piensa hacer cuando esté grande"

sábado, 20 de agosto de 2016

Persignarse

El acto de persignarse, persistente en el chofer del colectivo de regreso, bajando por Cerro Barón, mientras escuchaba Nicky Jam. La chica atrás de él, en el asiento trasero, también lo hizo. Sin embargo, no se vislumbraba ninguna iglesia alrededor. Excepto quizá porque a dos cuadras el vehículo bajaba cerca de la iglesia de San Francisco, reconstruida hace no poco sin mucho éxito luego de un sospechoso incendio. El acto de persignarse, siempre un misterio en si mismo ¿Respeto hacia un lugar u objeto sagrado? ¿Una manifestación de confianza en lo que se hace? ¿O solamente una costumbre emulada por cercanía religiosa? Como sea, el persignarse no resulta casual cuando se está dentro de un vehículo en calidad de pasajero. Es quizá la expresión personalísima de una fe interior, que impulsa a nuestro chofer con toda seguridad a través de la ruta señalada. La fe en que alguna causa o fuerza imaginaria oriente el camino que él mismo está todo el tiempo manejando. La fe en que durante ese camino no exista ninguna clase de contratiempo. Solo de esa forma, los caminos de la locomoción colectiva resultan tan misteriosos como los de la propia fe. Debo creer, durante ese instante como pasajero, en que ese acto reflejo funcione; de lo contrario, sufriría el mismo destino que el chofer y que el vehículo. Lo verdaderamente indescifrable fue, en cambio, el acto de la chica. Se le veía arreglada, lista para ir a alguna parte o seguramente juntarse con alguien. Ya no parecía persignarse tanto por el viaje, como a todas leguas sí lo hacía nuestro conductor, sino que por aquello que le esperaba al final del camino, fuese lo que fuese. O quizá solo se trate de una costumbre propia de las personas creyentes, que, a falta de otro símbolo, se tatúan simbólicamente la cruz en el rostro para defenderse y no caer presos de la vacilante realidad. Ya al bajar ella, todo sigue su curso y el viaje continúa en total tranquilidad y parsimonia. El conductor es el único que sigue incólume, cumpliendo con la ruta por la cual le pagan pero, también, trazando, a su propia manera, una ruta secreta, una ruta de persignación escondida a los profanos. Llego al paradero. Le pago al chofer. Y el misterio desaparece. Nada ha pasado, de modo que la fe vuelve a su dominio invisible. Y los pasajeros del vehículo vuelven a su mundo material. Lo que el chofer no sabe es que también ellos conocieron el peligro de confiar ciegamente en el conductor del vehículo. Su desconfianza excesiva pudo haber sido mortal para todos. Pero su fe solo cambiaría la percepción sobre su camino. No cambaría el destino de sus pasajeros, ni el suyo propio. Por lo que la persignación se convierte en una especie de garantía vacía, que, sin embargo, guarda toda la virtud de la invisibilidad. El azar entonces, durante aquel misterioso viaje, se volvía nuestro copiloto.