martes, 27 de julio de 2021

Les dije a las únicas tres alumnas que estaban en la sala que podían juntar las mesas para trabajar, ya que eran amigas y conversaban mucho. Lo hicieron sin chistar. Todas ellas tenían la mascarilla puesta a medias. Mientras conversaban, se miraban al espejo y se hacían maquillaje. Cuando pasó un funcionario vestido con overol a fumigar la entrada de la sala, las traviesas no podían evitar la risa: “Qué onda, ni que fuera central nuclear”, decía una. “La sala está radiactiva, profe”, comentaba otra, muy bromista. Proseguí con la clase apenas dejaron de fumigar. También, al igual que las alumnas, llevaba la mascarilla puesta a medias. Simplemente era lo más cómodo para la respiración y sobre todo para la impostación de la voz. Pasaron unos cuantos minutos, hasta que llegó el inspector a la sala. Se sorprendió al ver a las alumnas juntas y al profesor sin la mascarilla. “Hola. Disculpen la interrupción, pero tienen que cumplir con el protocolo”, dijo el inspector, seguramente sin nada mejor que hacer que interrumpir una clase con tan poca gente. ¿Qué clase de riesgo puede haber en eso, aparte de un apego irracional a una medida inconsistente? “Disculpe usted también, inspector, pero la mascarilla no me permite hacer bien la clase”, le contesté. “Además las tres estamos vacunadas, para que cache que acá no ninguna se va a morir”, dijo una de las alumnas, en señal de apañe. Las otras dos asintieron. “Ok, pero recuerden cumplir con el protocolo para la próxima. Es necesario, por el bien de todos”, dijo el inspector, apuntando a un reglamento pegado a la pared en un costado de la pizarra. Allí decía expresamente que el uso de mascarillas era obligatorio y que la distancia física debía ser de un metro. ¿Cómo fiscalizar eso, con una huincha de medir? Ninguno de nosotros, por supuesto, había atendido la relevancia de ese papelito, hasta que tocó el momento de portarse mal. Una vez que el inspector se fue, una de las alumnas volvió a bromear sobre el uso de mascarillas. “Úsenla cuando vengan no más, chiquillas. Cuando se vayan, se la sacan”, decía, al tiempo que sus compañeras le seguían la onda. Les dije que lo mejor, por ahora, era seguir el conducto regular, no porque creyera en él al pie de letra, sino que para que no tuvieran problemas de aquí en adelante. “Ok, si ya sabemos que no pasa nada”, concluyó una, sin más. Seguimos el resto de la clase tranquilamente, con la misma dinámica de siempre, sin demasiado temor al bicho, pero, en cambio, temiendo que nuestra pedagogía, nuestra querida pedagogía de contacto estrecho y rostro descubierto, fuera fustigada una y otra vez con la lógica sanitaria.

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