domingo, 24 de junio de 2018

Si hay algo que detesto son los giles que toman como defecto el que una película "sea lenta". ¿Acaso la velocidad, la rapidez, en esta era vertiginosa, garantiza alguna categoría moral, algún criterio estético a priori? Sería algo que pensarían los futuristas, los vanguardistas fascistas de la historia. Pero luego vemos que el cine, hijo del movimiento, también puede concebir auténticas odas a la lentitud, la lentitud necesaria para la contemplación de las imágenes y la reflexión siempre escasa. Es cosa de ver cualquier película de Tarkovski. O ¡2001! con su última secuencia cósmica lisérgica. Y el cine de Haneke, con esos momentos en los que parece que no pasa absolutamente nada, y en el que lo anodino aparece regurgitado una y otra vez por el espectador inquieto, para cocinarse a fuego lento en forma de revelación. Lo digo a raíz de las principales críticas a Hereditary: su lentitud. Y es que no saben estos giles que en ese ritmo in crescendo, en esa tensión dramática a ratos asfixiante era donde poco a poco se iban manifestando los demonios internos y externos de una familia disfuncional, hasta llegar al remate final que servía de clímax para el oscuro secreto escondido en el árbol genealógico, provocando de ese modo en el espectador la dosis correspondiente de terror extático, justo a tiempo, en su medida necesaria. Si la película hubiese entregado todo en bandeja de plata, si hubiese sido una pirotecnia de efectismos, carecería del elemento sorpresa hitchcockiano y de la intriga que requiere la conformación de la secta demoníaca en la ficción. El espectador promedio, embrutecido por el desfile irreflexivo de las imágenes, detesta lo lento porque lo lento lo retrotrae hacia sí mismo, lo obliga a ser interpelado por la profundidad y el relieve filosófico de lo que está viendo. No quiere ver más allá de lo que ve, porque simplemente ve lo que quiere ver. En suma, se trata solo de un pequeño pedazo de imbécil que ve en el cine una proyección de su propio ego acelerado a la máxima potencia, opacando de suyo el celuloide de las muchas significaciones.
Caravana latinoamericana en Condell con Molina avanzando frente a la plaza Victoria. Lo típico. Batucadas por doquier, un mar de gente sumándose al espectáculo ambulante, bailarinas con pasos sincronizados que recuerdan a las murgas bolivianas. Había una sola, una sola que se desmarcaba de la lógica. Una jovencita vestida entera de una cruza entre diablo y tirana. En todo caso, parecía más diablo que otra cosa. Se movía sin orden ni armonía, de aquí para allá, simulando al voleo los pasos que las otras bailarinas, bellas en su simetría, ejecutaban con suma compenetración. Ella no. Lucía como viniendo de otro lado. En realidad no se sabía si provenía de la murga o si iba pintando el mono por las suyas. El caso es que se movía a su propia pinta, sin importarle que la caravana se fuera alejando, ni que ella se fuera poco a poco camuflando con los transeúntes inadvertidos. Al rato al dar la vuelta a la manzana, sin mayor aviso, y ya con la murga en otro sitio, la loca diabla reaparecía, saludando a unos pequeños. Frente a frente a los semáforos, minutos después, se sacó una foto con unos extranjeros. Cuando el tráfico en esa parte de la calle comenzaba a regularizarse, nunca más se supo de ella. En un malabar de apariencias, se había hecho humo. Había hecho suya la entropía de la fiesta.