domingo, 6 de agosto de 2023

Mi primera cita en el Cinzano

Yo sé que quienes lean esta crónica, se preguntarán cómo es posible que su servidor no haya ido nunca antes al Cinzano, el bar más antiguo de Valparaíso. Y es que cuando supe que el mítico local porteño cerraba sus puertas, durante el tiempo pleno de cuarentena cavernícola, tras 125 años de historia, no lo podía creer. En efecto, me había traicionado como porteño al no haberme tomado siquiera una pilsener en esos lares. Había frecuentado el bar Mi casa, el Ilícito, el Ex Dominó, el Trova, el Anfiteatro, el Keops, el Cureptano, el Moneda de Oro, hasta el incombustible Máscara, que queda a un ladito, y nunca había siquiera pisado el Cinzano. Mala volada, pérdida enorme de la bohemia. Sin embargo, tras dos años de incertidumbre, el Cinzano abrió nuevamente sus puertas, a la par con la orden de eliminar los pases de movilidad, trayendo consigo a la luz una vida que se creía perdida, tras un tiempo aciago.

El jueves fue mi primera cita en el Cinzano. No podía ser de otra manera. Quedamos de juntarnos con una chica que estoy saliendo, en la plaza de Neptuno de Aníbal Pinto, clásico punto del plan, pero, para ganar tiempo, considerando que era temprano todavía y precisaba celebrar la ocasión, miré frente a frente ese gran letrero con la Z bien iluminada, ese bar antiguo que, atravesando la historia y sus sobresaltos, me llamaba a tomar algo allí, para “bautizar” mi presencia en tan ilustre sitio. Movido por el entusiasmo, no lo pensé mucho y fui allí, mientras le avisaba por whatsapp a mi cita que la esperaría adentro.

Al llegar, lo primero que hice fue apreciar la remodelación. Una larga barra a un costado izquierdo, seguido de un pasillo, y al costado derecho, otro espacio para las mesas lo suficientemente ancho para dar lugar a una pista de baile. El administrador me dijo que había arriba en el segundo piso otro espacio. Se tenía que pagar una entrada porque esa noche tocaría Angelo Pierattini. Le asentí y luego me acomodé en una mesa al fondo, una mesa con una velita tenue. Pedí de inmediato un Carmenere y dos copas. Esperé paciente la llegada de la chica.

Sorbí de tanto en tanto la deliciosa copa de vino y contemplé la fachada a mi alrededor. Quedé encantado con la figura de un gran barco en la pared derecha, a un costado del espacio de las mesas. Parecía encallar en el bar y naufragar sobre el licor y los alcoholes de los porteños. También me llamó la atención un elegante piano puesto muy cerca del barco. Me había sentado próximo a ese piano, quizá en una reminiscencia de años mejores, de locales clásicos concurridos al calor de la buena música, la camaradería y la enigmática poesía, pasión a la vez que maldición.

Pasó un ratito y llegó la chica. No logró encontrarme al principio. Luego miró al fondo y caminó decidida. Me dijo que tampoco ella nunca había entrado al Cinzano. Yo, en efecto, le había mencionado el lugar dando por hecho que lo ubicaba. Así que tuvo que buscarlo y dar con la dirección. Nos servimos el vino tranquilamente y comenzamos a conversar de nuestro día a día. La sola ocasión de vernos en ese lugar y en ese contexto, sin que los dos nunca hubieron pisado antes el Cinzano, le daba a la cita una emoción única. Ella también miró hacia el piano. Recordó cuando tocaba para una orquesta hace muchos años. Clásica, sinfónica y también algo más popular. La música de la Nueva Ola chilena que ambientaba, en ese momento, la cita, le daba ese toque nostálgico, de un tiempo vivido a concho aunque no fuera el nuestro.

Cuando ya el vino nos inundó la pasión, recuerdo que comenzamos a hablar sobre nosotros, sobre lo que buscábamos. Ella salía a la calle a fumar un pucho para relajarse. La cuestión se volvió intensa en el momento en que ella repetía que quería una cosa, y yo otra. Entonces armamos una verdadera escena dramática. Ella parecía enojada todo el rato y yo, imbuido por el vino, suplicante, demandante. La escena me acuerdo que alternó besos apasionados contra un vidrio repleto de antigüedades, detrás de la mesa, y miradas contrapuestas, descolocadas, producto del desencuentro. Nunca supe qué pensaron los demás comensales que nos veían. Seguramente habrán pensado que éramos una pareja jugosa, como tantas. La mesera, en más de una ocasión, nos preguntó si queríamos algo más, a lo que hicimos caso omiso. Luego, se nos acercó un simpático travesti a servirnos el vino que teníamos, y deseándonos una buena noche. Fue tal la cercanía que mi chica sonrío y se calmó un poco, tras otro sorbo por cortesía de la casa.

La cosa es que el drama entre nosotros siguió. Después, se abrió el espacio de las mesas para improvisar una pequeña pista de baile. Tocaron Los Ángeles Negros en la voz del inconfundible Germaín de la Fuente. Sonó el clásico inmortal “Y Volveré”. Ante semejante obra, agarré valor e invité a bailar a la chica. Ella se negó al principio, todavía sentida por todo, pero luego se motivó. Bailamos el tema muy lento. Tarareó los primeros versos: “Ya la magia terminó”, con una mirada serena y un movimiento descoordinado. Y yo, para rebatirle la onda, le tarareé los versos finales: “Nuestro amor renacerá”. Aquellos versos podían perfectamente representar la metáfora del propio Cinzano. Había "terminado su magia" para luego "renacer en un nuevo amor". Al clímax de la canción, simplemente nos abrazamos, no cachando nada, solo viviendo esos minutos de balada como si verdaderamente fuesen los últimos y como si hubiésemos estado en el Cinzano de otros años, sumergidos en esa atmósfera como de un Valparaíso glorioso, melancólico.

Había que irse. Pagué la cuenta y la chica salió a tomar aire. Nos sentamos a un costado de la entrada para recuperar fuerzas y “pasar la cura”. En un instante, queríamos volver a entrar pero el administrador dijo que no podíamos “en ese estado”. Era hora de marchar, por lo que pedí un uber para llevarnos a mi casa. Fue de esa manera que cerró nuestra primera cita en el Cinzano: “curados como taguas”, entre felices, sensibles y molestos, algo desorientados y con la sensación de haber dejado una huella bizarra, bizarra en el sentido de extraña, que otros olvidarán, de seguro, y que nosotros recordaremos, tal vez con gracia, tal vez con vergüenza. Una cita como aquellas, no la mejor ni la más decente, aunque llena de romanticismo, y de ese romanticismo a lo decimonónico, ebrio, trasnochado, a la par con el espíritu del antro porteño, el primero de su estirpe y ojalá que el último en fenecer en la noche del tiempo, cuando acabe la historia y solo nos sobreviva el relato de lo que fuimos.

Cincuenta años del lado oscuro de la luna.

"Las extraordinarias ventas del disco cogieron con el pie cambiado a los músicos y cada uno lo digirió como pudo. Al fin y al cabo se trataba de una obra que indagaba en temáticas sombrías y en la desilusión de la condición humana, un material con pocas posibilidades de triunfar entre el gran público. Pero lo hizo. “Creo que el éxito incomodó a todos, pero especialmente a Waters, que veía reñidas sus convicciones socialistas con su nueva condición de rico. Su comportamiento se vio afectado: asumió el liderazgo del grupo, lo que gradualmente lo condujo a su final; o, al menos, al final del grupo con él en sus filas”, explica Jean-Michel Guesdon. En entrevistas durante estos años, Waters, que abandonó la banda en 1985, reconoció este dilema: “Era un socialista confeso y ahora tenía que elegir entre seguir siéndolo o mirar al capitalismo. Y elegí lo segundo”. También ha reconocido que fue “el principio del fin del grupo” por las disputas con Gilmour."