domingo, 22 de octubre de 2017

Motemei


Cuando vagaba tarde en esos fines de semana eternos, en los cuales no quedaba mucho por hacer, recordaba al andar por subida ecuador hacia arriba la anécdota del Motemei, el clásico motero porteño, declarado hace no mucho patrimonio de la ciudad, que hace casi tres años tuvo que dejar el poncho, la canasta y el farolito para virar a Santiago y dedicarse a ser guardia de seguridad. 

Reconocido por una cuestión meramente turística y sustraído de su personaje, decía el propio Carlos Martínez que, desde el barrio El Golf de Las Condes, su nuevo lugar de trabajo, hacía un recorrido similar al del viejo motero, pero le embargaba, en cambio, una nostalgia feroz al no recibir el llamado de nadie en aquellos caminos no empinados que caracterizan a la capital. Ese sube y baja del vendedor de mote por los cerros, que había estado trabajando por casi medio siglo, inmortalizado a la sombra de su perfil, cedía finalmente a la abulia de una rutina sin arraigo. 

La soledad y, por sobre todo, la falta de sentido comenzaba a invadirle en esas esquinas sin eco y en esos rincones sin la resonancia del hambre por el mote. El alcalde de Valparaíso y el experto en cultura del propio puerto lo habían vuelto una caricatura, bien disimulada bajo la nominación de patrimonio intangible.

Santiago, por su parte, nicho de la necesidad, lo remataba y le había vuelto prácticamente un espíritu intangible. Iniciaba de esta manera el Motemei existencialista, el Motemei más humano, pese a su enajenación, pese al mote negado y desparramado en medio de la algarabía consumista y cosmopolita. 

La rutina del ex motero como guardia en la Eurochile santiaguina, volvían además a Martínez un personaje digno de Kafka. En esos pasillos, de acuerdo a las palabras del propio Martínez, tiene que “bajar la cortina” a diario, repitiendo lo mismo una y otra vez, para ganarse el sustento que otrora el mote legendario le brindaba. En ese vaivén monótono circulan entonces sus últimos momentos. 

No se sabe nada más de la sombra del motero porteño. Por eso al caminar sin rumbo por las subidas de Valpo, en aquellas veredas donde destila el alcohol, la risa y el trato mundanal, aflora de repente esa remota sensación de la pérdida, del trote absurdo, sin objetivo definido, como quien perdió, por así decirlo, el mote de la vida.

Nos pasábamos ese rollo con un loco y, al final, ese mismo deambular errante en busca de algún panorama fortuito, que surgiera de la nada casi sin ninguna clase de expectativa, fue bautizado como el paseo del motemei. Hacer la del motemei sería así, en honor al último Carlos Martínez, hacer el paseo de la vagancia a través del jolgorio general, una especie de flaneur porteño pero con un calcado espíritu romántico de fracaso. 

Jugar a torcerle el brazo al destino, a irrumpir en el rumbo de la fiesta, solo apelando a la casualidad. En esa jugada temeraria, estaría, de un modo un tanto sarcástico, reflejado el espíritu del auténtico motero. Nunca habría dado resultado, pero seguiría penando por ahí, mendigando al universo entero, esperando a que alguien llegara a comprar ese mote interior, con bajón o cagao de hambre, o que alguien apareciera de repente y se dignara, por alguna coincidencia milagrosa, a sumarse a la causa de la noche.