domingo, 12 de marzo de 2023

De invitados de piedra y “perros muertos”

Hacer “perro muerto”. Díganme, compatriotas ¿quién no lo ha hecho o ha pensado en hacerlo alguna vez? Cuando está en pleno carrete, a altas horas de la madrugada y se le sube todo el alcohol a la cabeza, entonces pierde el miedo y se atreve a arrancarse del lugar sin pagar el consumo. Una costumbre ladina, las más de las veces, agarrada para la chacota, contada como una anécdota por los responsables, aunque vergonzosa para los afectados por la gracia. La cosa es que el “perro muerto” tiene un origen y una razón de ser. ¿Por qué perro? ¿Por qué muerto? Se sorprenderán quienes crean que la frase solo se trata de un chilenismo desafortunado. En realidad, el origen de la fórmula “perro muerto” se remonta inclusive a la época de los poetas del Siglo de Oro español. Francisco de Quevedo ya usaba la frase, aunque no con el sentido exacto que se le da en chilensis. En una parte del Entremés El Marión, decía: “El cometa que llaman/Poco dinero/Amenaza abundancia/De perros muertos”.

El “perro muerto” en el idioma español de aquella época tenía el sentido más amplio de “chasquear” o “faltar a lo prometido”. El perro simboliza al guardián de alguien más. Al matarlo se obra a traición. Por lo tanto, matar el perro de alguien, en sentido metafórico, implica defraudar su confianza. Se sabe de narraciones bohemias sobre sujetos que evadieron el pago de una cuenta, escapando de manera súbita con la excusa de que su perro había muerto. Así, el perro bien puede representar a la figura traicionada o al relato que se cuenta como pretexto para la traición. En cualquier caso, la estamos cagando a sabiendas, de manera monumental, so pena de ser vetados de algunos antros o de figurar en algún cartel con la leyenda: “se busca”.

Toca hacer un mea culpa, un examen de consciencia profundo. Entonces procedo a explicar cómo es que Valpo nuevamente fue testigo de mis despropósitos, e hice “perro muerto” en un concurrido local de Avenida Errázuriz: El Join Vito. La verdad es que nunca me lo propuse. Aquella noche de septiembre del año pasado, estaba tomando unas chelas con una simpática amiga con ventaja en el Roma. De pronto, a ella se le ocurrió la genial idea de ir a rematar la noche al Join Vito, lugar al que no suelo ir, pero que guarda una buena reputación como excelente sitio para ir a bailar sus bachatas, cumbias o merengues. Sin mayor alcance, apañé la moción de la amiga y fuimos rapidito al local.

Ella llamó a un compadre que justo esa noche tocaba con su banda, por lo que le pidió el gran favor de dejarnos pasar gratis. El compadre aceptó de una. La amiga me contó la noticia y bajamos entusiasmados desde Playa Ancha al plan, rogando que el panorama la rompiera. Al llegar a Almirante Martínez, la calle entre Blanco y Errázuriz, cercana a la Sala El Farol, la amiga le mandó un whatsapp al amigo para que nos abriera la puerta lateral del Join Vito, eso sí, haciéndola piola, con tal de que no nos cacharan los guardias de la entrada principal. Primera movida tránsfuga. Esa pura entrada por la puerta trasera ya nos avisaba el cariz que tomaría la noche.

Adentro, el amigo músico nos hizo pasar hasta el segundo piso, donde prometió ofrecernos unos tragos que estaba compartiendo con el resto de la banda. Nunca llegaron. Así que decidimos con la amiga bajar tranquilamente hasta calar alguna mesa, sin que nadie de la puerta nos pillara. El compadre nos recomendó que si alguien nos preguntaba algo, les dijéramos que éramos familiares de él. Chiva para nada convincente, pero era la única que se le ocurrió. Nos sentamos con la amiga a una mesa muy cerca de la puerta trasera de emergencia. Primera luz roja. Llamamos a una mesera y pedimos, con suma confianza y disimulo, un par de chelas de a litro, para capear la sed y entrar en onda. Así, lo primero que hicimos fue brindar por el momento y, de paso, por haber entrado sin pagar.

Al rato, antes de que comenzara la banda, vino el amigo músico a la mesa. Se nos pasó la hora conversando y riendo de lo lindo, hasta que ya era hora del mambo. Se trataba de un concurso de baile, por lo que, ni corto y perezoso, saqué a inaugurar la pista a mi amiga. Le pusimos mucho empeño en seguir el ritmo y los pasos de cada uno, para que no pareciera que fuéramos solo dos curados jugosos y acaramelados. La bailamos toda en esa pasada, hasta que dieron las doce. Esa noche, oficialmente, se acababa la exigencia del pase de movilidad. La celebración fue doble. Seguimos bailando otro rato y luego nos fuimos a tomar más copete, cansados, alegres.

Pasada la medianoche, los tragos ya comenzaban a surtir efecto. Más intensos que de costumbre, y más arrojados también, nos pusimos a hablar una serie de divertidas incoherencias que ya no recuerdo. Incluso llegaron otros amigos más, que eran conocidos del músico, a la mesa, situación de la cual no tengo mayores registros, como suele pasar a esas horas de la noche y con el bote ya bien rebalsado. De repente, a mí y a mi amiga nos dio el bajón, y como ya la música había acabado, decidimos, dentro de ese instante de lucidez, salir de ahí y comer algo en algún carrito. Ahí fue cuando a mi amiga se le ocurrió la genial idea, la idea que lo cambió todo: “¿Y si hacemos perro muerto, care palo?”, preguntó ella, con total desenfado, en la volada del momento. En cualquier otra circunstancia, le habría dicho que no, que lo correcto era pagar la cuenta; que, de hecho, era fin de mes y tenía para pagarla; que había que guardar la compostura; que ya no estábamos para esos trotes. Pero, contra toda lógica, le dije que sí, sin chistar. Entonces, sin mediar aviso, me agarró de la mano y me pidió que la acompañara rumbo a la puerta de emergencia. “Apúrate”, me dijo ella, muy risueña, ebria y motivada. Yo me dejé llevar, con su mano sujeta en la mía, hasta esa salida clandestina. En efecto, esa noche, hicimos “perro muerto”, solo aclarar que, en el fondo, yo no quise, porque no fui el de la idea. Sin embargo, fui cómplice de la autora intelectual, mi amiga, la “perromuertera” por mérito propio.

El corolario del carrete era que si esa noche se acababa la exigencia del pase de movilidad, entonces había que celebrarlo con todo. Definitivamente, se nos pasó la mano. Partimos con mi amiga corriendo rumbo a calle Almirante Martínez. Luego, paramos en una esquina para decidir dónde fondearnos. Seguimos corriendo de la mano, rumbo a los carritos de Bellavista. Estábamos cagados de la risa, aunque, pese a la emoción, no podía dejar de preocuparme. Cómo se suponía que pagaríamos. Vendría la caña moral. “Tranquilo”, recuerdo que dijo mi amiga, “cúlpame a mí, guachito, yo me las arreglo con el loco que nos invitó”. Estaba siendo cómplice de su locura. Aun así, sus palabras me tranquilizaron. La cuestión era dejarla ser, vivir ese escape como si nos hubiéramos bebido el local entero. Pensábamos seguir el hueveo en el Máscara, para rematar con broche de oro, pero mi amiga estaba tan ebria que decidimos comernos el bajón y calabaza, calabaza.

Al otro día, pasado el mediodía, mi amiga me mandó un audio largo, explicando que había quedado la cagada en el local. Que el que pagó por el “perro muerto” fue su amigo, que él le reclamó a ella, por habernos ido a la mala. Me asusté por un momento, pero luego la amiga mandó otro audio diciendo que no me preocupara, que ella al final le reembolsó el costo total de la cuenta, no sin antes derrumbarse en disculpas. “Igual la bailamos toda”, remató ella en el audio, “habríamos ganado, de haber premio”. Sonreí como quien vuelve sobre un buen sueño, con ganas de repetirse, a excepción, claro está, del tremendo “perro muerto”. Así que ya saben, la mano está en no hacerla solo, sino en que a tu acompañante o pareja se le ocurra la idea y seguirle la corriente. Cualquier cosa, al otro día, te haces el leso y el perro muerto lo paga el otro. Suerte me tocó que mi amiga, muy correcta, corrió con todos los gastos. Paga tus “perros muertos” y procura no revivirlos, porque, como repetía el gran Tirso de Molina en El burlador de Sevilla: “Que, si le cogen el puerto, quedaráse con su perro muerto”. Ese puerto al que aludía el español, podría ser, perfectamente, nuestro Valpo, tierra de locos y fugitivos.

Fuente: Hacer perro muerto. Algo de luz sobre su origen. Mauricio Fuenzalida E. Universidad de Chile, Chile. Boletín de Filología, Tomo LVI. Número 2 (2021): 353-375.