martes, 9 de agosto de 2016

En la flor de la vida

Con un amigo colega siempre bromeamos respecto a nuestro futuro como profesores, dada nuestra condición actual. "A los 18 años, de pendejos en el colegio nos imaginábamos que a nuestra edad (diez años después) íbamos a estar ya consagrados en la vida, con pareja estable, casa propia, buen pasar, todo lo que la sociedad quiere de nosotros, buenos clientes, buenos ciudadanos. Y "nada hacía presagiar" que terminaríamos eligiendo la pedagogía, viviendo al día, arrendando una pieza, sin una relación estable, en realidad, sin ninguna clase de estabilidad, a excepción de un horario fijo, un sueldo que te ayude al menos a sobrevivir y, por supuesto, la indefinida estabilidad de la deuda. Nos compramos el cuento pero no contamos con que la educación era un reflejo de la mierda a nivel país". Éramos demasiado optimistas. Nos imaginamos el bosque completo antes siquiera de conocer los propios árboles. Pero hay en ese optimismo algo que se perdona: el impulso de la expectativa influido por el exceso de tiempo y la energía juvenil. A medida que se crece, sin embargo, ciertas determinaciones parecen acotar ese horizonte. Parecen cercar aquellos árboles o por lo menos sondear la existencia del bosque completo. “Se supone que estaríamos en la flor de la vida”. Es ese sentimiento temprano de decepción, con un tono tragicómico, el que presupone que existe algo que nos hemos propuesto cumplir o imaginar y de lo cual no hemos siquiera vislumbrado ni la sombra.

A nivel intelectual podemos comprender el carácter convencional de todas nuestras ambiciones, el carácter fantástico de todos nuestros sueños. Sin embargo, algo –llámalo pasión, orgullo o voluntad- nos impulsa a cumplirlos, siempre algo que no se puede expresar con palabras, algo que sigue siendo el motor invisible de aquello que deseamos, aquello que después de todo no es tan diferente al dibujo del niño que imagina ser astronauta, o a la fantasía del adolescente que busca dosis desproporcionadas de placer y de aventura, aquello que podemos explicar en unos cuantos caracteres o cifras matemáticas, para luego darle forma, cuerpo y sangre en el futuro. Ese futuro que se vislumbra siempre hostil, dada su incerteza. Escapamos entonces hacia el pasado como hacia la cuna, como hacia el seno materno, lo único cierto de lo cual tenemos escasa memoria, a lo sumo un cúmulo de sensaciones que conocemos como edad dorada –aludiendo a nuestros ídolos musicales o referentes ficticios-. En nuestro ánimo bromista, decimos que ojala existiera la posibilidad de programar un viaje al pasado como Terminator, y advertirle a nuestro yo de ese tiempo que no estudie lo que pretende estudiar o no tome la decisión que según nosotros conduce irremediablemente a nuestro presente. Que si lo hace provocará un futuro catastrófico. Un futuro en que la máquina de la corrección política gobernará. (Cuestión que de todas formas sucederá). Reímos sabiendo que esa posibilidad es incluso más remota que la superación de nuestra propia situación actual. Entonces no queda otra que seguir riendo, sabiendo que siempre, haga lo que se haga, las expectativas se desmentirán, por muy calculadoras y eficientes que resulten, siempre la realidad se encargará de hacerte tropezar en algún punto, para sacarte de tu zona de confort mental y atestiguar el vaivén de tus proyectos, un jodido bumerán que se arroja al mundo para no volver, la forma en que los deseos y sueños penden del hilo de las decisiones y de aquello oscuro pero magnánimo que llaman destino, pero que bien puede llamarse devenir o, simplemente, en idioma moderno: seguro de vida.

El soltero de la familia

En El soltero de la familia, docu película de Daniel Osorio, recuerdo que el amigo del protagonista charla con él respecto al método de apareamiento de los pájaros. Dice que para encantar a la hembra utilizan todo tipo de rituales de cortejo, que van desde el baile hasta el canto, principalmente este último, variando de acuerdo al tipo de pájaro que sean, la voz y el tono. Y que, en cambio, los monos, que se supone son más cercanos al ser humano, "llegan y culean", lo hacen sin tanto aspaviento, aunque claro está, enfrentándose previamente a toda una horda de simios en celo. El amigo concluye que, en ese sentido, el pájaro sería más evolucionado que el propio mono. Pero el protagonista le replica que no se trata de evolución, sino que de simple adecuación. Distintas tácticas para responder a un mismo estímulo primitivo. Lo que llamamos lenguaje en el ser humano no se trataría tanto de una cuestión de evolución. Sino que de un largo y complejo sistema de adecuación. Al fin y al cabo, se vale de métodos similares al ruiseñor o al canario para así, mediante el aparato lingüístico, conseguir la prolongación indefinida de la especie. No son muy distintos a una estrella de rock o a un gran intérprete que, con la fuerza y belleza de su voz, logra cautivar a un número indefinido de féminas. Pero, a ratos, cuando no basta la belleza de la palabra (o del canto que, en este caso, vendría siendo lo mismo) recurre a la acción pura. En materia sexual, entonces, el hombre se mueve invariablemente entre el pájaro y el primate. El gran abismo que lo separa de sus hermanos animales, continúa siendo, sin embargo, su enrevesado universo simbólico, la neurosis milenaria de su cultura. La soltería para el protagonista sería, de esa forma, el silencio misterioso del pájaro que se relega de la naturaleza con su canto derrotado. O, en otra vereda, el mono que se aleja de la manada con su fuerza secreta luego de haber perdido en el terreno de la conquista. Es en ese momento que el hombre se refugia en la palabra, desencantado del mundo y sus batallas, y despliega el aparato de la ficción para no sucumbir ante el deseo de muerte. Se convierte, irremediablemente, en la imagen viva del fracaso de su universo simbólico.
Mañana a las 7 de pie. Inútilmente trato de conciliar el sueño. La pantalla parece que hipnotiza con su afectividad vicaria. Ya me he vuelto inmune al café. Resistencia. Pundonor. Suelo dejar la radio prendida o un playlist sonando toda la madrugada, a modo de anestesia musical. Ahora suena "Entonces es como dar amor" de Spinetta. Pienso en la palabra amor a ver si así puedo finalmente dormir. Afuera el ruido del camión de basura, sonando de fondo, se suma a la mezcla, ironizando la situación. Mientras dentro, en el resto de la casa, una tranquilidad sospechosa, hasta cierto punto inexplicable, de otra forma que no sea durante el insomnio.

Sobre Vinyl

En la serie Vinyl hay guiños claves al rock and roll y al cine. Como cuando el protagonista Richie trata de resucitar de las cenizas su discográfica, cagándose en los especuladores corporativos. Busca algo crudo, duro, genuino. En pleno setentas, nada que sonara a Emerson Lake and Palmer o a Jefferson Airplane. Nada demasiado hippie o sofisticado. Rock, puro rock. Para eso se codea con la cultura negra en las grises calles de Nueva York. No sé si esté la mano de Jagger ahí, pero sí hay ahí un espíritu melómano. La mano de Scorsese aparece cuando inevitablemente se mezcla el negocio de la música con el de la droga, y el protagonista se ve envuelto en una redada de mafia y violencia. Los 70s parecen resumirse, de ese modo, en sonido, sangre y pelotas. En fin, un tremendo desperdicio que la hayan cancelado tan prematuramente. Quizá la serie misma haya querido reflejar el lema de vivir rápido, morir joven, y dejar un bonito cadáver fílmico a la posteridad.