domingo, 22 de abril de 2018

Nos habíamos perdido en el Máscara con unos amigos. Fue cuando di con una chica bailando al fondo, con la cual intercambiamos un par de palabras y temas, para luego ir a beber algo. Los amigos se habían ido, o habían virado por las suyas. La chica decía ser abogada. La perdí pronto de vista en cuanto acabó el especial de Morrisey. Me había alcanzado a pagar su parte de la cerveza. Llamada perdida del amigo. Ya iban de regreso a casa. Salgo del local, vuelvo al depa y recaigo aún con la euforia de la noche y la pista sonando en un loop eterno. En eso, recuerdo que soñé una serie de cuestiones relativas a un robo en un establecimiento gigantesco (muy parecido a una escuela penitenciaria) y un escape a través de un camino extrañísimo. El robo se le adjudicaba a alguien, pero, sin motivo, la culpa psicológica recaía sobre mí (y debió ser producto de que el día antes había comenzado a ver la primera tanda de La casa de papel). Sonaba un timbre como de escuela para entrar a clases o para salir a recreo. En este caso, avisaba una latente persecución. Nadie perseguía, pero corría solo. Lo que me perseguía era una sombra, o tal vez, la tiniebla de una conciencia culposa. A medida que salía del establecimiento y me internaba en el camino, este iba tomando la forma de un callejón escasamente pavimentado, casi de arena, como el de ciertos cerros de valpo. En particular, tenía la forma de una explanada de Playa Ancha. Mientras más avanzaba, el aire se iba haciendo más asfixiante y el ambiente se iba tornando más denso, adquiriendo el cielo un tono medio cósmico, porque en la trayectoria la sensación era la de estar cruzando túneles de tiempo anacrónico. Un pasaje tomaba la forma de una bajada de la infancia, entre Francia cerca del Trafón, y a la salida de ese mismo pasaje, adquiría, en cambio, la forma de la subida Carampangue. Avanzando un poco más hacia el mar, inconscientemente, aún sin tener la noción de la costa, el terreno colindante fue tomando luego el relieve del Batán, aquel pasaje eriazo del barrio de mis abuelos, hoy por hoy, vuelto uno de los tantos antros improvisados a merced del espíritu de la calle. No iba hacia ningún lado en particular, pero solo precisaba correr, arrancar. La geografía de los espacios que se iban abriendo no guardaba ninguna relación con sus dimensiones, digamos, reales, pero tenían, para efectos del viaje, un sentido subjetivo, uno del todo emocional, al punto que la culpa por aquel robo ficticio iba distorsionando todo a su paso, cada vereda, cada esquina, cada recuerdo de cada esquina transitada. Solo una vez que volvía hacia lo que parecía una pequeña plazoleta perdida en una calle central, totalmente deshabitada, el espacio dejaba de adquirir esa mutación amenazante. Era algo parecido a Aníbal pinto, pero solo con unos cuantos sujetos anónimos pululando alrededor de una niebla espesa. El local en donde debía estar el Máscara permanecía cerrado. Tenía la forma de una antigua botica. Solo alcanzaba a salir por ahí una anciana con un pequeño niño, con siluetas débiles, apenas identificables. Del resto solo recuerdo la oscuridad y energía de la pista de al fondo, el quiebre diegético y, posteriormente, la asociación aleatoria del viaje. Y la culpa que había dejado de conspirar, al momento que una jaqueca me empujaba a la vigilia.