jueves, 26 de octubre de 2017

Una señora en la mañana en la Plaza Victoria, solitaria, sentada a un costado de un cojín y un trapo, mantenía una conversación secreta a solas. El cojín y el trapo estaban dispuestos de tal forma que formaban la silueta de una persona. ¿Estaría alucinando que conversaba con alguien imaginario, o estaría proyectando una conversación que sucedía en su propia mente? Nada de eso se podía saber. El hecho era que seguía conversando sin un interlocutor, digamos, real. Alcancé a notarla y paré un rato, antes de seguir el camino a la pega. En ese preciso instante, la señora lo advirtió y dejó de conversar, mirando hacia ese transeúnte insolente que había detenido su paso impertérrito solo para verla. Seguí mi camino, intrigado por la mirada de la señora. A lo lejos se veía que continuaba hablando de lo lindo, sin siquiera inmutarse. Trataba de reproducir lo que podría haber dicho, pero no había caso. Su monologo permanecía dialogando infinitamente, sin necesidad de nadie. Lenguaje desolado, inenarrable, en estado puro.