lunes, 25 de diciembre de 2017

El apilamiento de puestos verdes de Navidad sobre todo en el perímetro de Plaza Victoria y calle Molina acaba hoy. Se respiraba ayer un contraste inusual entre el ajetreo de los transeúntes producto del comercio instalado en todo el paso de peatones y vehículos, y el vacío absoluto de las calles y aceras anoche a causa de la víspera de Navidad, una paz oscura, silenciosa como la de una fuerza escondida luego de haber desatado su libertad a mansalva, con todo el desparpajo de envolturas en el piso y villancicos improvisados, sincronizando a su vez con el ritmo de las bocinas y los rumores de la ciudadanía.

Había algo que en medio de aquella maraña de tradiciones paganas y mercantiles, sin embargo, conseguía conmover: el espacio de un pequeño niño, solo, en calle independencia, listo y dispuesto para la envoltura de regalos. Le acompañaba un joven “angustiado” que macheteaba. Llegaba de pronto un viejo obeso, sudoroso, a pedirle al niño que le envolviese un juego de Monopoly. El chico lo hacía con una rapidez impresionante, no sin antes revisarse los bolsillos para contar las chauchas que le quedaban de vuelto. El viejo partía con su paquete de regalo cuando al mismo tiempo guardaba en un bolso lo que parecía una barba sopeada de Papá Noel. El mismo que le compraba un regalo al niño hacía, fuera de servicio, las veces de viejo pascuero.

De noche pasé por ese mismo sitio en completa desolación. El lugar donde envolvía regalos aquel niño y donde macheteaba el joven “angustiado” estaba desierto, y solo se dejaba ver en el suelo la parte de una rosa en el asfalto, el indicio de un regalo que alguien no alcanzó a envolver, o bien la imagen de algún regalo improbable que otro podría haber envuelto para luego ser abierto en el momento preciso en el que la ciudad descansaba de sí misma y abrigaba su propia remota ilusión puertas adentro. Entonces, al otro día, luego de esa ilusión nocturna, de ese gran acto de genuflexión general, todo habrá vuelto a su intemperie, para atestiguar que ya se acabaron los presentes, y no queda otra cosa que barrer las envolturas usadas, desarmar los puestitos verdes de metal y volver a la sobriedad de los días hábiles con un dulce gesto de resignación.


Detalle no menor que recién vengo a cachar después de años de ver Mi pobre angelito: en la película la sonrisa de Tim Curry es la misma del Grinch, pero a este personaje lo interpreta Jim Carrey.