viernes, 3 de noviembre de 2017

La pregunta parecía simple pero no lo era ¿cómo enseñar poesía a los cabros sin caer en el desencanto y el aburrimiento? ¿cómo explicarles que no es una cuestión lejana ni rimbombante sino que una cuestión cotidiana, incluso demasiado próxima? Algunas de las técnicas enseñadas en aquel taller tenían por nombre Bola de nieve y Avalancha. Cuando los colegas ponían en práctica la Bola o la Avalancha en el papel, tomaban palabras al azar puestas ahí originalmente por el abecedarium dictado en la pizarra. Lo hacían de tal manera que ese menjunje de palabras fuera cobrando una forma y una estructura determinadas. Pensé de inmediato en los clásicos ejercicios dadaístas. La escritura incomprendida de estos poetas kamikaze, vuelta luego una estrategia didáctica al uso (y a veces abuso) de las nuevas generaciones de escribientes. Incluso el propio cut up de Burroughs, la escritura automática de Bretón. Cuántas otras técnicas, nacidas como proyectos de avanzada para luego acabar en la hoja y en la mente de algún cabro diletante de la poesía por salvaje costumbre o simplemente por una osmosis inexplicable. La cosa era que en el taller se trataba de soltar la mano, de desenredar la lengua. El derecho a la educación, según los dichos de la propia tallerista, era a fin de cuentas equivalente al propio derecho a la expresión. Y el asunto consistía en encontrar a como dé lugar la manera de ir metiendo la poesía en ese corsé curricular, que solo sabe de contenidos funcionales y objetivos especulativos. Todo se resumía en cómo volver necesario algo en apariencia tan inútil como la poesía. Acaso lo más inútil, en una sociedad que reclama a gritos cualquier clase de retribución o negociación. Muchos estaban de acuerdo finalmente en que debía hacerse necesaria (la poesía) en conjunto con la música, la lírica o el desenfado de una melodía furiosa, propiciando el ritmo, contagiando el sentido. De esa forma, luego de una serie de actividades comprometedoras, el taller remataba con el ejercicio meta poético de la propia lectura, la propia exposición de los colegas frente a los otros en un espectáculo activo y pasivo, no sin cierto coraje, miedo o vergüenza. El clímax de la situación apuntaba al hecho de que todos allí, aficionados a la palabra, podrían hacer plausible esta posibilidad en un contexto real de abulia o desinterés generalizado. Pero eso, como el propio ejercicio de la escritura, no podría saberse sino hasta el enfrentamiento de las ideas con su correspondiente realidad. La poesía podría estar allí, en ese hipotético e imaginario escenario ideal, pero también podría estar perfectamente, y con justa razón, en otra parte, remota y todavía desconocida, abierta al límite infranqueable del aprendizaje