lunes, 22 de julio de 2013

La Verdad. Sobre “Prejuicios e ideas hechas en Peirce” de Jaime Nubiola

La Verdad. Quizá su atractivo resida precisamente en su distancia. Su mera condición de amor platónico, en la cual el sentido de búsqueda es placentero en su inmanencia, y no tanto por una trascendencia, que a ratos le resta el encanto propio del deseo y la aventura. Me refiero a esta analogía, en relación a la concepción de verdad postulada por Nubiola, quien pareciera seguir en una línea socrática, en un rescate de la verdad en cuanto revelación, descubrimiento, investigación. He de ahí la visión clásica de las ciencias como empresas hacia la verdad. En este punto, Nubiola identifica un gran problema: la división irreconciliable hoy día entre la dimensión científica y humanista del saber. Producto de esa división, se han generado, desde el punto de vista del autor, muchos de los prejuicios que coartan y estancan el desarrollo libre y creativo del conocimiento humano en todas sus aristas y facetas, máscaras posibles. Es este el problema que derivó, a mi modo de ver, en la endémica especialización del saber, que no ha hecho más que potenciar la dicotomía entre ciencias naturales y las llamadas ciencias humanistas, incluso llegando a generar conflictos y rencillas entre ellas producto de su lucha en la conquista de la verdad, que se traduce más bien en una lucha de egos, en un iluso “gallito”, una vulgar demostración de voluntades y poder.

Nubiola, sobre la necesidad de reconciliar el carácter universal y clásico del saber en todas sus dimensiones, o sea, la idea de un saber holístico, de la vieja escuela renacentista, el verdadero despliegue de las potencias creativas del hombre, se refiere a algunos conceptos interesantes, que funcionan como tentativas o apuestas para enfrentar el problema mencionado. Sobre la urgencia de resolver los prejuicios e ideas hechas en el ámbito investigativo de la ciencia, señala que estas fundamentalmente bloquean la misma posibilidad de la enseñanza y el aprendizaje, y fomentan en cambio prácticas cerradas, unilaterales, homogeneizantes, de parte, en este caso, de los sujetos del conocimiento. Al respecto, es posible destacar la asociación de los prejuicios con el sentido común. Generalmente el génesis de las ideas hechas resulta de una suerte de convención social que se reproduce sintomáticamente dentro de una o varias comunidades. Puede eso sí que dichas ideas hayan resultado útiles en su momento, pero, al cristalizarse, al perder su carácter abierto a la experiencia, a ese espíritu propiamente científico, de acuerdo al autor (y, además, en referencia a Mario Bunge), imposibilita precisamente el anhelado proceso hacia la verdad, originario de la ciencia en su estado primigenio. Aquí el autor opta por una práctica ecléctica, auto crítica, autodidacta del ejercicio de saber siempre desde la concepción del sujeto de ciencia, la cual se puede considerar, como ejemplo, en la intención del proyecto ilustrado promulgado por Kant, en el sentido de practicar la razón y alcanzar la ansiada “mayoría de edad” del hombre, solo que con un optimismo algo iluminista que caracteriza y sobresale en su empresa de investigación (o seducción) de la verdad. 

Sobre la articulación o el posible compromiso ciencia-literatura, Nubiola especifica que la cuestión del avance y la metodología científica debiese apuntar o reconsiderar el papel de la creatividad y la imaginación humanas. O sea, volver a pasar por esos filtros hasta destilar conocimientos más frescos. En esta comparación metafórica de la ciencia como creación literaria, entendidas las ideas como obras o, mejor dicho, “criaturas” del intelecto humano, se pueden interpretar dos cosas. Primero, una cierta reinvención de la figura del científico más como un creador de ideas, una apuesta hacia el ejercicio de la experimentación, la teorización y deducción como juegos de la mente y de la experiencia con características creativas, aunque no por ello menos rigurosas y sistemáticas. Segundo, si bien el autor redime a la actividad científica de sus pesadas cargas semánticas pragmáticas, no deja de cometer errores de cálculo, porque inevitablemente la actividad científica y la creación literaria no apuntan hacia lo mismo, a pesar de ser ambas manifestaciones de la creatividad cognitiva intelectual. Es una lección de filosofía señalar que la ciencia se ha empeñado fundamentalmente en escudriñar la verdad mediante la intervención en la experiencia con la naturaleza, los seres y las cosas (hablar de realidad en este caso resulta un tanto ambiguo), intentando mediante ese método remitirse exclusivamente a esa verdad particular, por lo cual sus creaciones, sus ideas, hipótesis, experimentos, solo pueden ser producto de la confrontación de esa verdad con otra verdad anterior (allí entran los viejos paradigmas de Kuhn). En cambio, la creación literaria lo que hace y ha hecho, incluso desde la concepción mimética de Aristóteles, es representar, no escudriñar la verdad, sino que imitarla o, en la actualidad, “recrearla”. He de ahí el concepto de ficción, velo que permite la revelación de tantas verdades como obras puedan ser leídas o escritas. Por ende, la verdad no es la verdad, sino, más bien, verdades presentadas como ficción, como versiones particulares, como imaginarios, como representaciones, criaturas, no en función de la verdad sino que como verdades en sí mismas. 

En resumidas cuentas, 1 las creaciones de la ciencia se hallan subyugadas a un enfrentamiento de una verdad con otra, en busca de la verdad; las creaciones de la literatura, por su parte, son verdades en cuanto son creaciones. Y 2, dado que la búsqueda del conocimiento puede derivar, desde la visión científica esbozada por el autor, en una suerte de coqueteo con la verdad pretendida como universal, se ha insistido sistemáticamente, a través de un cientificismo moderno, en una visión optimista, en una inclinación hacia un progreso indefinido con altas dosis incluso de fe sostenida en que esa travesía hacia el progreso y la verdad absoluta tienen un fin que culmina con su encuentro y su conquista. Nada más alejado de la visión romántica y trágica de la verdad en cuanto instancia catártica. Es necesaria de ese modo una redención artística de la ciencia. Una sublimación de su todavía latente materialismo. 

Por ello, la literatura ha cobrado más una perspectiva de lo que sería la Verdad: pura tragedia, caos, incertidumbre. Son paradigmáticos los casos de Hamlet y Edipo Rey, en los cuales la Verdad tiene consecuencias si bien reveladoras, por eso mismo nefastas. El conocimiento se convierte en la tragedia de sus personajes. Nunca el acceso al conocimiento, por ende, la revelación de la verdad conlleva a la plenitud. Cuando Hamlet se entera de quien fue el culpable de la muerte de su padre, o cuando se le revela a Edipo que él asesinó a su padre y se casó con su madre, constituyen ejemplos de que si considerásemos a la Verdad en cuanto revelación de lo real o en cuanto categoría absoluta, no haría más que descubrir la dimensión más incomprensible de la existencia, la cual no obedece a otra lógica que el destino ni conduce a otro camino que a la muerte. 

Nubiola concluye, por otro lado, señalando que es posible evidenciar el concepto de verdad en cuanto consenso colectivo. Se destaca la dimensión y el cariz social que otorga a la verdad y su definitivo carácter particular. El autor habla de verdades intrínsecas a diversas comunidades. Habla del carácter comunicativo de esas verdades. He de ahí que es posible reconsiderar a Sócrates en su concepción dialéctica. Hegel postulaba también a la dialéctica como una legítima vía hacia el conocimiento en cuanto se establecía en el diálogo con los otros. Es iluso, por tanto, creer que la búsqueda de la verdad constituya un paraíso o un tesoro del arcoiris que es preciso robar. Se trata, como decía el autor, de comunicar las verdades, en plural, de socializarlas frente a los otros, en las distintas comunidades discursivas, científicas, literarias, etc, frente al público, donde fluyen los discursos y las palabras. Y quizá sea esa la paradoja: la incapacidad para comunicar la verdad, la impotencia del lenguaje (ya sea verbal, abstracto, numérico) para expresar o desentrañar por completo lo indecible. No hay nombres en la zona muda, decía Lihn. Y es la tortuosa obra del científico y el trabajo estéril del poeta, quienes apuestan en la seducción por un pedazo de cielo, de mundo o de nada.