sábado, 28 de enero de 2017

En el departamento contiguo, desde la cocina, se escucha reggaetón, según los propios vecinos, "old school". Cantan. Hablan fuerte. Chupan. El mambo bailable de día viernes por la noche, madrugada de día sábado. Mientras en la casa, un silencio espectral, ya, estas alturas, habitual. La única música que se escucha es la de los respectivos equipos. Solo me apaña la compañera de pieza que sale de repente para cocinar algo. A veces su presencia resulta misteriosa. Un fugaz saludo buena onda. Para ella también debe resultarle misteriosa mi presencia. Entramos sin más a nuestros respectivos aposentos. Incomunicados. El living oscuro, inquietantemente tranquilo. Las reglas de la casa parecen estrictas: no carretear en el living. Pero todos sabemos que el carrete se produce igual puertas adentro. Reviso el bolsillo, sin presupuesto suficiente hasta fin de mes. La compañera sale nuevamente para dejar el plato. Cierra la ventana. Señal inequívoca de que acaba el ruido. El ruido de la fiesta que afuera empieza. El eco de la fiesta que aquí acaba. El silencio en toda la casa indica que nuestras noches se van pareciendo cada vez más a esos clásicos cuadros de Hopper, o al remedo de un tiempo en que la gloria consistía en aguardar el amanecer con la más abierta de las sonrisas.