miércoles, 7 de abril de 2021

Tiempo hace que no me tocaba una alumna escritora. Ella me mandó un correo largo en el que me confesó que escribe, y lo hace, según ella, debido al bullying por el que pasó en la otra escuela. Dijo que prefería mantener esta afición en privado, porque, a su juicio, no todos saben apreciar el arte de las palabras, y cita: “las palabras tienen un gran poder, tanto para calentar un corazón ajeno como para enfriarlo”. Se atrevió a revelarme este su secreto de escritura, luego de haberle contado que yo también escribía. Siguió diciendo que le gustaría formar cierto lazo conmigo, simplemente porque adora escribir y el hecho de que un profesor le haya dicho que lo hacía bien realmente le ha ayudado a no dejar de hacerlo. Tras esta confesión, me mandó algunos textos suyos que son fragmentos de un solo escrito. Pasajes de actitud apostrófica y con harta carga melancólica. Dijo que solo deseaba compartirlos para poder darles una lectura a conciencia. La chica insistió en que su estado emocional no ha sido muy bueno últimamente, y que por eso había tenido que ausentarse de clases. Así, concluyó señalando que ese tiempo libre bajo el encierro lo había pasado precisamente revisando su humilde trabajo. Ante sus sentidos dichos, solo puedo decir que la joven estudiante está descubriendo lo que todo escritor en ciernes palpa o presiente, al menos, de manera incipiente, en algún momento de su vida: ese impulso, ese llamado, esa suerte de tabú discursivo u oficio culposo. Eso resulta intransferible, irreductible al individuo, y jamás se puede enseñar. Siempre es algo que sorprende gratamente, sobre todo de parte de una chica tan joven, ya que se repiten más o menos los mismos patrones y motivaciones que uno también experimentó en su tiempo. Hay un boca a boca en la mente de los escritores que los sintoniza con un espíritu en común, un ánimo recóndito de sublimación, venganza o sencillamente una pasión sin horizonte reconocible.