jueves, 17 de noviembre de 2016

A veces revisando la mensajería, uno vuelve a conversaciones antiguas. Pequeñas y anónimas obras maestras escritas a dos manos. Las guardo celosamente como si se tratasen de material arqueológico. Leo el de una chica que decía ser de España, pero que andaba por Alemania, estudiando filosofía, luego de volver de Chile. En una parte, casi al principio, hablaba sobre un sueño que tuvo. Un sueño con un chico desconocido de Valparaíso. (Que resultaba ser uno mismo). Y una carta con un secreto que quemaba. Se vuelve a la conversación con el iluso recuerdo de algo. A pesar de la ficción. Solo por el placer del texto. Me regocijo en la belleza de esos diálogos íntimos y pretenciosos sin otro fin, buscando algún pasaje significativo o simplemente analizando el derrotero que tuvieron. Una especie de obsesión romántica mezclada con una innata capacidad de ocio. Quizá precisamente entremedio de estos ligues fracasados -y elocuentes- sobreviva algo medianamente digno de ver la luz. Algo que sea bueno, que sea real, algo que al menos queme, como aquella carta imaginaria.

Calor de locos. Lo malo que la migraña comienza a brotar. Aunque da la ocasión para el hielo y la cerveza. Hay cierto embrutecimiento en el calor que exaspera. En cambio, invita al ánimo desenfrenado. No hay tiempo para la reflexión debajo de la brasa. Solo queda salir a buscar algo para refrescarse y aguardar la sombra. La mirada lasciva fluye sola, las señoritas lo saben. Pasan de largo ignorando la orgía del tiempo. Los vendedores continúan estoicos, aprovechando la intuición del verano. El caminar se vuelve despreocupado. Pareciera que los problemas se derriten, junto con la cabeza. La mejor excusa para no trabajar en demasía. El frío invita a la introspección, o la actividad puertas adentro. El calor obliga a la acción, al aire libre. No deja espacio para el recogimiento. No provoca otra cosa que un ocio desatado. Unas ganas metereológicas de beber y beber, hasta que el sol se canse.