miércoles, 28 de mayo de 2025

Tornado en Valparaíso: un desastre desconocido

“Un tornado arrasó a mi ciudad y a mi jardín primitivo”.

Sumo, Mejor no hablar de ciertas cosas

Un tornado arrasó Puerto Varas el día martes. Los vientos fueron feroces, dejaron una decena de heridos y destruyeron muchas viviendas. Sin duda, somos un país atravesado por desastres naturales, sobre todo sismos e inundaciones, pero sobre tornados no habíamos tenido suficiente registro. Al menos, hasta ahora. Según dicen, este extraño y amenazante tornado se manifestó debido a un fenómeno climático conocido como “la mancha cálida”, una zona del mar que ha subido su temperatura más allá del límite, provocando una acumulación de vapores de agua que aumentan la energía necesaria para la aparición de vendavales y huracanes salvajes.

Fue tanta la potencia del tornado en el sur que puso en alerta a todo Chile. Y, de paso, trajo a la memoria, cual escombro que vuela a través del tiempo, el registro de un tornado ocurrido en Valparaíso en el año 1991. Sí, Valparaíso también sufrió en su momento la arremetida de un tornado. Ocurrió durante la mañana del 19 de junio, en la zona intermedia entre el puerto y Viña del Mar, específicamente entre los cerros Recreo y Barón, alcanzando el sector de Rodelillo. Aquella vez, el tornado derribó antenas de radio, arrancó techumbres en el plan y en el cerro, dejó muchos lesionados e incluso provocó la desaparición de un niño.

El tornado porteño se mostró implacable. Voló una Comisaría de Fuerzas Especiales en Santos Ossa, atacó postes, casas y árboles en la República independiente de Playa Ancha, arremetió contra la Terminal Agrícola y Pesquera y contra la Maestranza de la Municipalidad en Portales. A medida que seguía avanzando, el viento soplaba cada vez más fuerte, seguido de truenos, rayos y relámpagos. Un gran estruendo asoló el anfiteatro de Valparaíso y sembró el pánico entre los porteños, sin miramientos ni contemplaciones. La Avenida España quedó afectada, llena de carteles de publicidad arrancados por las ráfagas de viento. La antena de radio Valparaíso cedió, y los servicios telefónicos quedaron caídos, dejando incomunicada a mucha gente de la comuna.

Lo ocurrido en Puerto Varas puede ser una señal, considerando que nuestro puerto ya fue afectado en el pasado, ¿será posible que un nuevo tornado pueda ocurrir en Valparaíso? ¿Estaría la “ciudad patrimonio”, nuestra ciudad estoica, preparada para enfrentar una amenaza de tales magnitudes? La ciudad se resiente, otra vez. El daño de Chile es el suyo propio. Mira con un trauma severo cualquier otra calamidad ocurrida en su país. Pareciera que el tiempo la embiste, destinada a perecer. Aun así, aguanta, porfiada.

Por Valpo han pasado amenazas de tsunami, inundaciones, lluvias torrenciales, una gran cantidad de temblores y terremotos, mega incendios, destrucción de inmobiliario público, “estallidos sociales”, la amenaza de explosión de un gasómetro, el deterioro progresivo de su forma y de su esencia. Nada de eso ha logrado tumbar por completo la ciudad. La han herido, sí. De gravedad, a punto de pasar a ser una sombra de lo que fue hace mucho en un pasado glorioso. Sin embargo, Valparaíso permanece de pie, desvencijado, desmoralizado, pero de pie. Si no está la suficiente voluntad para mantener a flote nuestra embarcación, si no basta con la iniciativa ciudadana ni con la agencia política de lado y lado, la ciudad, nuestra ciudad encontrará la forma de enfrentar el vendaval que venga, aun a costa de su futuro.

Reencuentro con el amigo misántropo.

Nos reencontramos con un amigo de hace más de veinte años, “el misántropo”. Llegó desde la Cuarta Región. Allí trabaja en una termoeléctrica. Me invitó a la casa de su padre, donde se está quedando a alojar por unos días. El caballero me saludó y me estrechó la mano. No recordaba haberlo conocido. El misántropo dijo que sí, que ya habíamos hablado una vez, exactamente hace diecisiete años, cuando fui a su departamento en Avenida Alessandri. No pude recordar nada, aunque me dio gusto saludar al padre de mi amigo más longevo. Me ofreció una botella de Kunstmann. El misántropo le pidió una botella de vino para el frío. Así, brindamos por ese reencuentro tan ansiado.

Conversamos largo y tendido sobre cuestiones nostálgicas: nuestras andanzas en el colegio, nuestra etapa “anti-parafernálica”, la época en que vacilábamos metal e íbamos a las tocatas en Valpo, en la Cantera, en el 2120, sobre todo las veces en que hueveábamos en el plan de valpo, de carrete por las noches, sin otro rumbo que la dispersión y el fracaso. Recordamos esa vez en que salimos mojados de una disco, porque llovió torrencial, con los bolsillos vacíos y sin esperanza de compañía femenina. También aquella vez en que tomábamos chela un día domingo de verano por la tarde, en la terraza de una antigua pensión en Chacabuco, al ritmo de Metallica, Mercyful fate y Slayer, y tantos otros, mientras veíamos cómo se oscurecía Valpo y filosofábamos sobre el goce en la miseria de la existencia. Pero, después de tanto tiempo, las cosas han cambiado demasiado y, en cierta forma, para mejor.

Todavía recuerdo aquella vez en que me llamaba desde su pega en la termoeléctrica para avisarme que sus compañeros lo molestaban por su encierro y su soledad. Aproximadamente hace ocho años atrás. Le decían que no se quedara encerrado, que conociera a alguien con quien compartir los tiempos muertos, que lo intentara y que no tuviera miedo, en una suerte de patética charla motivacional. Él decía solo escucharlos con indiferencia, pero por dentro igual se tomaba en serio su condición, más aún en un lugar tan alejado, en el que la rutina y el contexto casi exigen seguir la rueda de la obligación, bajo unos parajes desoladores, marcados por la vida rudimentaria y el sedimento de la industria. Insistía, sin embargo, en que la pega no era mala, pero que se sacrifica mucho en el proceso: la vida social, el esparcimiento. Se trataba de un lugar que le evocaba el sentimiento de extranjería constantemente.

Decía que lo que le pasaba entre esos metales fríos y esos ruidos mecánicos era algo indescriptible. Pese a eso, nunca se resignó y continuó trabajando, asumiendo esa pugna interior. Así fue cómo logró superar su estado de marginación, armando un proyecto de vida llevadero, volcándose al sacrificio y dejando atrás esa paradójica libertad del hedonismo barato. Fue en esas noches ruidosas de soledad industrial que consiguió una dirección, noches infinitas y soterradas que eran muy semejantes a alguna carátula de doom metal o incluso a algún pasaje de la novela Pedro Páramo, con cerros de carbón y chimeneas humeantes de fondo, mirando hacia el negro horizonte.

Hoy por hoy, al misántropo ya no le queda el epíteto: es un ingeniero eléctrico, padre de un chico de tres años y mantiene una buena relación con su señora en la casa que con mucho esfuerzo lograron armar, en el pueblo donde vive hace casi una década, alejado del mundanal puerto, del feroz y melancólico puerto. Hizo su vida allá, formó su familia, armó su hogar, su pega. Sobre todo, se alejó de ciertas compañías mediocres y abajistas y borró sus redes sociales, la mejor decisión que pudo haber tomado, le repito. Ahora se siente más libre que nunca: vive la vida, la vida real, la verdadera vida.

Sin embargo, mi compadre me confesó que se aburre terriblemente en el pueblo donde vive, un pueblo chico, costero, rodeado de pocas casas, donde todos se conocen y todos conocen la vida de todos los otros, más exotismo que vida ciudadana, pueblo chico, infierno grande. Decía que los vecinos del otro pueblo cercano eran demasiado cahuineros y dados al chisme y al conventilleo, cuestión que no podía soportar. Siempre mi compadre ha sido bajo perfil, aún lleva dentro de sí la anti parafernalia, aunque bien canalizada, en virtud de la superación y de la disciplina interior. De esa manera, logró lo que logró, sin aspavientos, borrándose del mapa, del inmenso mapa de las relaciones superficiales y los culebrones tóxicos.

La fábrica donde trabaja, decía el misántropo, sigue igual de gigantesca. Me mostró una foto en su celular y efectivamente el complejo termoeléctrico era lo más parecido a una ciudad llena de tubos y cañerías, una estética y una arquitectura muy similar al sector industrial de Con Con, que, de noche, emula un escenario cyberpunk en plena Quinta. En aquella termoeléctrica de la Cuarta, es donde mi compadre se quema las pestañas hace casi una década. Allí, a punta de garra y puro aguante, se forró y armó una vida más o menos tranquila y ordenada.

¿Quién lo hubiera creído? El más “satánico” del grupo, el que vacilaba Deicide, Emperor, Vital Remains, Mar de Grises y Uaral, que decía “fallar en la vida y en el amor”, que cantaba a pecho descubierto tanta lírica depresiva, ocultista, hoy es todo un padre de familia. Le dije todo eso y se río, porque sabía que era cierto, aunque, más allá de los vaivenes de la vida, sigue siendo el mismo: auténtico, piola como él solo, quitado de bulla, responsable, pero con una intacta afición por lo oscuro, volcado en el metal y en el imaginario popular. En eso seguiremos siendo muy parecidos, en eso nos hermanamos, en la actitud vital, pese a los diferentes caminos que acabamos tomando y a la gran diferencia en el enfoque de nuestras respectivas carreras. Él, un técnico más volcado a la cosa operativa. Yo, en cambio, un “humanista” irremediable, en el sentido de mi obsesión por las letras. Decía que nunca se le dio el humanismo, que lo suyo siempre fueron los números, la cosa técnica, concreta, manual incluso. Siempre lo veía arreglando una que otra cuestión, fondeado entre cables. Hay que tener una predisposición desde chico para eso, porque, en el fondo, era algo a lo que mi compadre siempre estuvo acostumbrado.

Le pregunté que cómo lo hacía en sus turnos para no aburrirse. Dijo que siempre se estaba pendiente de algo, tanto en los turnos de día como de noche, había que vigilar de manera constante los medidores, que no se recalentaran las tuberías. A veces, en los tiempos muertos, se ponía leer -¿a leer?-, le pregunté. Él dijo que sí, que leía, pero cuestiones relativas a generadores y potenciómetros, un imaginario de ingeniería eléctrica. Había creído que estaba leyendo alguna novela o algo por el estilo. Hubiera sido bizarro. Para mi amigo, abocado de lleno a su pega, lo más parecido a la literatura era algún ensayo sobre el futuro de la generación de la energía en Chile y el mundo, no por nada la central en donde él trabaja alimenta a todo el país de manera transversal. Hay ahí, sin duda, un potencial literario. Se podría escribir una novela con sus puras anécdotas en la termoeléctrica, porque en cierta manera, la literatura también abastece de energía a sus agentes y tiene sus cortocircuitos, sus sobrecargas y sus apagones.

A propósito de apagones, le pregunté al misántropo cómo vivieron el apagón de febrero. Me comentó que fue fatal, que, por suerte, él no estaba de turno cuando fue ese apagón de más de cinco horas, que tuvo que hacerse cargo con su equipo de todo el mantenimiento de la central durante la madrugada. El responsable, según contó, fue sumariado y despedido. Terrible. Al tocar el tema del apagón, mi compadre se explayó largo y tendido sobre sus posibles causas, haciendo uso de tecnicismos y de explicaciones enrevesadas que, francamente, no alcancé a pillar del todo. Solo presté atención a cuestiones generales, como el hecho de que los generadores rotativos mantienen un equilibrio autónomo en la alimentación de energía, lo cual vuelve necesario el uso de plantas con esas características. Uno solo de esos conductores tenía una presión que podía literalmente matar a cualquiera, de una sola vez, como un disparo a quemarropa. A un trabajador de su central ya le había pasado. Muerte súbita. Estás terrible expuesto, le dije. Afirmó con la cabeza. Dijo que lo que provocó el apagón fue la mala respuesta en la línea de transmisión que se ubica cerca de donde él trabaja, entre Vallenar y Coquimbo. Al sobrecargarse, se desconectó y los sistemas de protección no fueron activados de manera oportuna. El equipo que estaba a cargo de esas maniobras no reaccionó a tiempo o no lo hizo de la forma que había que hacerlo y pasó lo que pasó. Una reacción en cadena, le repetí. Exacto, contestó el misántropo. Una reacción en cadena en la caída del sistema eléctrico país. En definitiva, un oscurecimiento total. “Blackened”, repitió, nombrando el tema de Metallica que abre el disco And Justice for all. “Blackened is the end”. Oscuro será el fin.

Y como todo tiempo tiene su final, ya se hacía de noche y hacía un frío realmente diabólico. Me levanté y me despedí de mi amigo. Un abrazo apretado y luego un estrechón de manos a su padre. El misántropo luego me encaminó hacia la salida. Me dijo que se quedaría por unos días, y volvería el fin de semana a la Cuarta para retomar su rutina industrial. Vuelta a la realidad, le dije. Asintió. Vuelta a la realidad, la realidad de la fábrica, la realidad de la maquinaria pesada que alimenta a todo Chile, y de la cual es, en parte, responsable. Vuelta a las amanecidas, entre tuberías candentes y focos mal iluminados. Quizá sea como dijo Varg Vikernes, el único integrante de la banda Burzum: "la oscuridad es tan esencial como la luz, ya que ambos son partes fundamentales de la existencia humana”. Él, que desde muy cabro siempre vaciló el imaginario de lo oscuro, ahora procuraba la generación de la luz en todas las casas y en todos los rincones.