martes, 28 de febrero de 2017

El finiquito

Me informa la secretaria que debo ir a buscar el finiquito. Enseguida la duda me corroe. El sudor actúa. ¿Por qué habría de tener finiquito, si mi contrato fue renovado? Voy donde la oficina del instituto. La secretaria me señala que debo firmar el finiquito. Le pregunto que por qué, a cuál finiquito se refería. Como K en El proceso, no sabía de la existencia de ese tramite pero se me interpelaba a cumplirlo. La secretaria al constatar la incertidumbre, la estupefacción ante ese papel inoportuno, me explica que se trata de una cuestión meramente interna. Un procedimiento que la directora tuvo que realizar para hacer valer legalmente el año de trabajo de cada profesor. Significa en el fondo que no estaré despedido. Que seguiré con la renovación del contrato, volviendo a empujar la rueda infinita de la obligación, solo que mediante la simulación de un finiquito sin remuneración, para facilitar el impasse burocrático de nuestra jefa. La secretaria, en un momento de confianza, explica que todos los años tendrá que ser así. Que ese será el modus operandi de ahora en adelante. Mediante la existencia de un finiquito fantasma, nuestro contrato quedaba sellado. Tal cual un sisifo de los tiempos modernos, como empleado de una educación formalísima, me tocaba, junto con otros colegas, compañeros en ausencia, firmar un documento sin efecto. Esa firma era el símbolo recursivo de nuestro destino laboral. Llegando a casa, el comprobante de ese falso finiquito cae al suelo. Antes de recogerlo, lo primero que se vislumbra es el cero, el cero que representa la nada pero también a su manera el eterno retorno. La eterna simulación.

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