domingo, 27 de noviembre de 2016

El otro día uno de los cabros del primer ciclo habló con la secretaria y con uno mismo, después de llegar atrasado. El ánimo estaba tan distendido que esperamos a que terminara la conversación para entrar a clases. El cabro decía con total confianza lo mal que se portaba, a su juicio, antes de entrar al instituto. Entre una de sus hazañas contaba que robaba en el centro de Viña junto con un amigo. Incluso contaba que en una agarró a patadas a un caballero que los increpó. Era de esos lanzas jóvenes que merodean a los desprevenidos con completa alevosía. La secretaria le preguntaba que por qué lo hacía. Lo interesante es que decía que lo hacía no por necesidad material sino que por una especie de adrenalina, de impulso ante la falta de motivación. Llamarlo cleptómano sería arruinar la espontaneidad de ese dicho. Muchas veces pasaba tardes enteras en el calabozo hasta ser soltado tarde por la noche. Sus padres la mayoría de las veces, según él, no se enteraban de sus andanzas. La hacía piola. Ante mi estupefacción por oír el caso de un alumno ladrón, con cierta mezcla de asombro y extraño orgullo, le pregunté en qué estaba pensando cuando hacía lo que hacía. Lejos de moralizar al respecto, preferí escuchar su versión de los hechos. El cabro decía simplemente que no sabía en lo que estaba pensando. Era algo que hacía en su momento por circunstancias y móviles que ya ni recuerda. Que tampoco quiere volver a sacar a colación. Que en el fondo decidió meterse al instituto como una suerte de terapia personal, no precisamente para "mejorar", sino que para olvidar esa parte de su pasado. Luego de eso, hora de entrar a la sala. Se sintió con tanta confianza que incluso se dio el lujo de bromear, diciendo: "cuidadito profe, está vivo que voy a copiar igual en la prueba". No hice otra cosa que reírme. Algo en él cambió después de eso. No sé si para bien o para mal. Desconozco si el cabro en verdad seguirá robando o no. No viene el caso. Lo provechoso fue que se abrió de una forma inaudita y auténtica. Libre de engaño. Libre de moralina. Con una naturalidad propia de la intemperie. Ante eso cualquier aleccionamiento forzado sobre la virtud y sobre el futuro no significa nada. No es más que un robo a mano armada. Un juego de pedantería suprema.