miércoles, 28 de febrero de 2024

Escatología (relato de ficción)

Una vez una mujer, compañera suya, le había dicho que la realidad estaba más allá de los libros. Que, al verlo en la habitación, imaginaba que su vida estaba rodeada de libros caídos. Él vivía solo. Sus libros velaban sus días. La figura de la caída, mencionada por aquella mujer, resonaba en su cabeza. La asociaba a Dédalo o al ángel luciferino.

No podía, en lo absoluto, imaginar otro destino que el elucubrado por la pluma. Gran parte del tiempo lo había dedicado a la lectura acuciosa de algunas joyas literarias y al hábito de coleccionar obras que le recordaban a sus viejas amistades, viejos camaradas de letras que ya no lo podían ver sin un manto de sospecha sobre su persona.

Los libros se habían vuelto una colección secreta para sí mismo, la garantía de que estos artefactos de la memoria trascienden cualquier rencilla humana por complicada y enrevesada que parezca. La mujer intuía que ese destino era funesto. No podía ocultar la preocupación por el hombre que quería tanto, pero que adolecía de ese sentido práctico que exige una convivencia adulta.

Así, procuraba ver siempre en él al hombre encantador que una noche en un bar la cautivó, con una trasnochada lectura de un libro de poesía recién publicado por una artista porteña. Procuraba mantener atesorada en su corazón la mirada intensa de esa noche, y recordarla con romanticismo, cada vez que aflorara la dureza de lo rutinario y, en particular, la falta de quien apenas disponía de vagas nociones de subsistencia.

Cuando la mujer tuvo que marcharse lejos, por razones personales, el hombre volvió a la habitación en la que alojaba, y en la que su compañera había dejado algunas cosas. Para él, eso era garantía de retorno. Se regodeaba, mientras tanto, en los recuerdos que tenían juntos. Quería evitar mezclarlos con los recuerdos agridulces de aquel pasado enterrado en la memoria, aquel pasado lleno de esquirlas de una insurrección colectiva usada de “falsa bandera” y repleto de la figura de aquella “innombrable” que tanto quiso y que tanto odió.

Había leído una cita de Lawrence Durell que hablaba de amar a una mujer, sufrir por ella, o convertirla en literatura. Ciertamente, no podía volver al masoquismo de una cuestión que ya había exprimido su sangre y tomaba ribetes legales. Había que escribir, a como diera lugar. Había que exorcizar la maldición. Aunque el tiempo que le quedaba, en ausencia de su compañera, quería dedicarlo a la lectura de esos libros que se habían vuelto la sublimación de sus frustraciones o la suma de sus demonios.

Hojeó desesperado el libro de un poeta de la provincia. Le gustaba porque era ajeno al círculo de poetas repetidos hasta el hartazgo. El libro se llamaba “Escatología. Poemas para un holocausto nuclear”. Allí encontró algo que lo conmovió: una poética sobre los tiempos finales. En cierta manera, ese libro mezclado con los de algunos viejos amigos, parecía un amuleto radiactivo entre piedras ruinosas. Leyó en esos versos una voz oculta que rimaba con el presentimiento de su caída como escritor.

Al amanecerse leyendo “Escatología”, quiso volver a leer la parte que le faltaba. Entonces rebuscó en su biblioteca. Siguió hurgando pero, en el lugar donde estaba antes, había solo libros desparramados en el suelo, como si algo o alguien los hubiera botado o como si se hubiesen caído. Fue ahí que recordó los dichos de su compañera ausente. Los libros cayéndole encima se habían vuelto la metáfora de su vida completa.

Corrió hacia la ventana de la habitación para tomar un poco de aire y ordenar los pensamientos que le acosaban. Miró hacia el exterior y no había nadie, solo una calle desierta y en el cielo, una bandada de palomas, mensajeras sin palabras sobre una ciudad ilegible. El hombre cerró la ventana, entró a la habitación y volvió sobre la página en blanco que tenía pendiente. La miró concentrado hasta que, de un momento a otro, todo ardió y comenzó a hacerse cenizas.


Arnold Bocklin, Los cuatro jinetes del Apocalipsis.
“Chile es un país que está envejeciendo. Chile es un país que demográficamente tiene una población bien avanzada en edad, y se nota un poco que Chile es como un viejo: tenemos temblores, tenemos mala memoria, somos mañosos: “-No nos gusta esa Constitución, esa tampoco, esa menos. -¿A ver esa de atrás? -Pero tata esa es la misma que ya había. -Esa entonces”. Porque somos así. Nos quedamos con dos Constituciones que no sirven para ni una hueá. ¿Por qué no hacemos un ajiaco con ellas? Agarramos la que escribieron la tía Pikachu con sus amigos, la que escribieron los del Opus Dei, pones una hoja de uno, una hoja de otro, mezclas y salen artículos como: “Se defiende la vida del feto mapuche”. ¿Qué? “Se declara rodeo deporte nacional pero jinete transexual”. Luis Slimming, rutina en el Festival de Viña.
"Por fin volvieron los chistes de trigonometría sobre el pico, como esos que contaba Hermógenes, Carlos Helo y Checho Hirane en los 80", dijo Ariel Pérez Zúñiga, conocido como "Azetaene". Y lo más increíble es que la rutina de Slimming arrasó, a puro chiste corto. ¿Fin al humor deconstruido?