sábado, 22 de septiembre de 2018

Kodokushi

Kodokushi, muerte solitaria, es el término japonés para referirse a toda una generación que durante las últimas décadas vive y muere en completa soledad. Leyendo sobre el término recordé de inmediato el documental de Gandini, La teoría sueca del amor, en el que se hablaba sobre los efectos colaterales del llamado "estado de bienestar", merced al cual toda persona es considerada como un individuo autosuficiente, al extremo de librarla de la necesidad de todo lazo parental y conyugal. Las consecuencias de esta nueva reprogramación liberal parecen prometedoras pero, a la larga, según se deja entrever en el documental, propician una nueva comunidad inconexa, atomizada, de solitarios posmodernos. Bajo el alero del átomo emancipado, se pasa de la tiranía del colectivo hacia la tiranía del yo, atrapado en el laberinto de su autorealización. El fenómeno del Kodokushi japonés guardaría cierta relación con lo denunciado en La teoría sueca del amor, ya que sería impulsada por la bullante cultura corporativa de la idiosincracia nipona, la cual va minando lo más profundo del tejido social con estilos de vida cada vez más demandantes, y vínculos emocionales cada vez más empobrecidos, con ancianos destinados al olvido, hijos desamparados antes de cumplir la edad de la razón, y trabajadores que prefieren hacer de los cyber cafés su hogar de cabecera debido a la premura del tiempo contractual. Pero la diferencia orgánica de este fenómeno con el sueco recae, como era de esperarse, en la concepción oriental de la soledad con respecto a la muerte del sujeto. Sin ir más lejos, en el Reino Unido también está ocurriendo algo muy similar. Tanto es así que la primera ministra, Theresa May, había creado hace poco el llamado "Ministerio de la Soledad", el primero en toda la historia en ocuparse de la soledad como problema de Estado. En Japón, si bien el tema de la muerte solitaria alcanza ribetes trágicos, no ha adoptado aún ese carácter ministerial. Toma el cariz propio de Occidente pero aún sin su sesgo institucionalizado. Se ha inaugurado, en cambio, un Día del respeto a los ancianos, una campaña simbólica en la que se llama a concientizar a la población respecto a la condición de los más viejos, los cuales, a juzgar por sus circunstancias miserables, y la saturación de los asilos, han estado optando incluso por ir a la cárcel para no tener que lidiar con el flagelo del olvido como epidemia. Es el precio, dirán algunos, de haber marchado en pos de una visión de sociedad materialista y centrada de manera efusiva en el sujeto como agente de consumo y de desecho. Sin embargo, algo hay en el alma nipona que la particulariza frente a la calamidad en comparación con el alma sueca y el alma británica: el simple hecho de encapsular en una metáfora la soledad y la muerte de la nación en conjunto con la degradación de la vida. Podrá parecer un mero ejercicio idiomático sin trascendencia, y únicamente descriptivo, pero hay algo en ese acto nominal que dota al fenómeno, por crudo que sea, de una poética, de una sublimación, de un cierto sentido del honor. Los japoneses, los únicos que podrían inventar una palabra exclusiva que encerrase léxica y semánticamente su propia miseria (y, por extensión, la de medio Occidente, moribundo, desolado en su propia y terca autonomía).