La memoria es frágil. Eso es casi una constante en la vida, pero quizás esté la posibilidad de abrazar por un instante los vacíos ante los cuales se permanece expectante, como ante visitas que tocan a la puerta y que uno solo sospecha que son próximas. Uno de esos vacíos es la infancia.
Uno de los recuerdos más vívidos que se poseen, cuando la pérdida te abre los ojos. Por ejemplo, la sensación de que tus padres no estarán ahí por siempre, o la despedida de alguien especial que ni siquiera alcanza a florecer como tal, sino que únicamente en su fuga. No se sabe quién deja a quién, quién fue el gran prófugo. Ese es el desgarro más importante.
Estamos llenos de esa separación, en ella se piensa, en ella el dolor se vuelve ciencia, allí se puede vivir de nuevo. Entonces, ese sentimiento comienza a doler, pero lo poseemos como nuestro, así comienza la perdida de la inocencia. Sin ese dolor, sin ese exilio, simplemente no estaríamos aquí.
El pensar requiere su paraíso perdido. Sin embargo, al pasado no se le puede reprochar nada, excepto lo que nosotros mismos quisimos. Con el conocimiento, todo eso que quisimos y queremos adquiere su sombra. En ese dilema se crece.
Los otros, los amigos, aquellos que llenan tus expectativas. La familia comienza a volverse ese mito que vuela solo y hace de las suyas, mientras te sientes, en más de una ocasión, digno de la obra de tu supervivencia. Entonces te sientes orgulloso, por hacerlo a tu manera, y aprendes el rito que sin esa perdida y sin los entrañables personajes de tu ópera personal, no hubieras podido realizar.
Universalidad, trabajo, amor ¿Es ese el orgullo que buscas, aprendiz de ser humano? Y se supone que uno deba renacer y seguir llenando todos esos vacíos de algún tiempo remoto. Y, sin embargo, se continúa olvidando todo lo que se ha vivido, porque el olvido es inocencia. Nadie aguantaría la felicidad, porque, en el fondo, nadie quiere desaparecer.