jueves, 2 de mayo de 2024

"Un legado de traición y un siglo kafkiano". A cien años de la muerte de Kafka (1924-2024)

Los cien años de la muerte de Kafka (1924-2024) tienen una significación y relevancia geopolítica. Todos hemos visto en Max Brod al glorioso Judas que traicionó a su amigo en su deseo de "quemarlo todo" y, en cambio, nos legó su obra. Sin embargo, pocos saben qué pasó a posteriori con el destino de su legado. Kafka había pedido que la Historia le olvidara, que le borrara del mapa, literalmente. Que nadie más lo leyera. Brod nunca le hizo caso. Se llevó los manuscritos de Kafka y partió a Palestina en marzo de 1939, un día antes de la entrada de los alemanes a Praga.

Tras la muerte de Brod en Tel Aviv, el año 1968, la obra de Kafka pasó a manos de la secretaria Esther Hoffe, quien se la dejó más tarde a su hija Eva. Fue así que, con el tiempo, se inició un burocrático proceso sobre la propiedad del legado del escritor. Israel reivindicó la obra de Kafka para su Biblioteca Nacional. Esa había sido la voluntad de Brod, que buscaba como destino un archivo público. Por otro lado, Alemania también ambicionó la obra del checo. La familia de la secretaria Hoffe se resistió, en un principio, a deshacerse de dicha obra, e incluso llegó a subastar manuscritos, entre ellos, uno de la novela El proceso, que hoy se encuentra en el Archivo de Literatura Alemana de Marbach.

Pasaron décadas de litigio en torno a la obra de Kafka, un proceso ciertamente "kafkiano" que atravesó arduas disputas judiciales. Fue el escritor israelí Benjamín Balint quien desgranó los pormenores sobre los dilemas éticos del caso, en un libro llamado "El último juicio de Kafka: El caso de un legado literario" del año 2018. Ahí contó que el legado de Kafka fue el campo de batalla entre dos estados: el de Alemania y el de Israel. Según el autor, para los alemanes, no tenía sentido que Kafka pertenecería a Jerusalén, porque "no era sionista" y nunca había pisado Palestina. Por otra parte, para los israelitas, Alemania debía ser el último lugar al que perteneciera la obra de Kafka, porque había matado a sus tres hermanas durante la "Shoa" (o el "Holocausto").

Frente a este enfrentamiento, Balint dejó abierta la interrogante en su libro: "¿Era Kafka un escritor que pertenece al canon alemán, de literato moderno y solo sucede que era judío o era un escritor judío que escribió en alemán?". La cuestión queda sujeta a la interpretación de los ávidos lectores. Lo cierto es que la Suprema Corte de Israel dictaminó en 2016 una sentencia para destinar la obra de Kafka a la Biblioteca Nacional. La voluntad de Brod era que la obra de su amigo fuera conservada en un "santuario literario" y no vendida al mejor postor.

En fin, podría decirse que el propio legado de Kafka se volvió un "proceso" digno de su novela homónima, una cuestión inexplicable y enrevesada allende la ficción. Balint vuelve a dejar la ventana abierta a la posibilidad del cuestionamiento. Kafka, en realidad, lo que más quería era pertenecer al fuego, al olvido, y hubiera querido que su obra "estuviera en ninguna parte". "¿Qué tengo en común con los judíos? Ni siquiera tengo algo en común conmigo mismo", recordó el propio Kafka, en uno de sus manuscritos inmortales.

Max Brod fue astuto al rehusarse a quemar los manuscritos de su amigo Kafka. En ese gesto traidor lo volvió célebre, en esa tra(d)ición catapultó la obra. Nos prueba que en torno a la fogata de los fines todos se traicionan: editores, escritores, lectores, etc. El fuego, en cambio, habría hecho de la escritura una penitencia silenciosa, un montón de ceniza que no promete nada, pero que nos recuerda que todas nuestras ideas y nuestras palabras pueden arder. El lenguaje no es sino la leña y el silencio arde desde adentro. La escritura vuelve como el fénix de la tra(d)ición, se recrea en ese gesto para luego volverse inflamable, y así, en lo sucesivo, perdura ese ciclo de traiciones y de cenizas que llamamos literatura.

El siglo XX fue, sin duda, el siglo de Kafka. Los cien años de su muerte nos legan su universo, un universo kafkiano que permanece invicto. Así, vivimos un kafkiano siglo XXI. Frente a una nueva década cruzada por una plaga y un escenario bélico, incluso frente a una inminente guerra nuclear, la obra de Kafka resuena más que nunca: nos sentimos, de un tiempo a esta parte, como insectos en un mundo radiactivo, en un mundo que multiplicó a la enésima potencia su capacidad de conexión y, al mismo tiempo, su capacidad de enajenación, en un "proceso" que asciende, minuto a minuto, a escala global.

Les pedí a algunos cabros que dieran ejemplos de metáforas. "La escuela es un infierno", escribieron varios en las mesas de al fondo de la sala. "¿Está seguro?", le pregunté a uno de ellos. "Usted pidió una metáfora", respondió. "No, es la realidad", contestó otro. "Es hipérbole, agilao", le dijeron sus compañeros.