sábado, 21 de agosto de 2021

Hay un alumno que siempre ingresa a la clase de Diferenciado y se sienta delante mío. No pertenece a ese ramo, pero de todas formas entra. Durante todas las clases, permanece en un completo y hermético silencio, serio, abstraído. No había querido decirle algo, porque no molestaba para nada, pero hoy me decidí a preguntarle por la razón de su presencia. "¿Usted no es de esta clase?". El alumno respondió con un escueto no. "¿Y entonces, estimado?", le volví a preguntar, procurando que no se sintiese excluido, aunque extrañado por la situación. "Lo que pasa es que prefiero guardarme acá en la sala, porque no me gusta salir", dijo el cabro, sin otro motivo que una simple incomodidad por permanecer afuera. "Supongo que no le molesta que esté modo fantasma", volvió a decir el cabro. "No, para nada. Hacen falta invitados fantasmas", le dije de vuelta. El cabro sonrió un poco. Su sonrisa apenas se esbozó, escondida entre las pálidas facciones cubiertas por la capucha. Tan pronto tocaron el timbre, salió sin decir nada.

Reseña de poesía: “Herida, tragedia y revelación”. Poemario adolescente de Mayda Plant

¿Qué bestia caída de pasmo

se arrastra por mi sangre

y quiere salvarse?

La única herida, Alejandra Pizarnik


Hace no mucho rato leí Mujeres paranormales. En ese libro había un texto llamado Revelación. Decía algo sobre el dolor y la conciencia. Recuerdo que al conversar con la autora, le hice saber que su texto hablaba mucho sobre la herida, una herida tal vez “invisible para el resto”, pero muy íntima, sin cicatrizar. Entonces, en otro texto que escribí para ella, asocié esa herida al fragmento de la herida en Hijo de ladrón de Manuel Rojas: “La herida se ha abierto, ha aparecido y podrá desaparecer o permanecer y prosperar”.

En la escritura confesional de Mayda Plant la herida, a todas luces y a todas llagas, permanece y prospera. Palpita con cada vibración del significante contra el significado, al tacto sanguíneo en la violencia de las emociones. Tras cada confesión, tras cada palabra y cada línea destemplada, la hablante va deshojando su cuerpo existencial y fulminando la vaciedad con su torrente de emociones en plena ebullición de la edad y también de la experiencia. Sin embargo, pese a este caudal a ratos asfixiante, la hablante encuentra, de tanto en tanto, un respiro con alguna remembranza nostálgica o algún sentir contingente, algo palpable, al punto de la pasión, que le permita el aire a su interioridad. Ella abriga ilusiones y esperanzas, contra todo pronóstico, aunque su tragedia personal sigue viva, transmutada en expresividad y en oficio:

La agonía de aquellos días

va quedando atrás,

tales versos enceguecidos

que a mi alma tanto agradan

hoy solo son pedazos de un mal recuerdo

o tal vez eso desean ser.

¿No es esta acaso la manera en que

La poesía cobra sentido?

El prólogo para este lírico e íntimo diario de vida sirve de puntapié y nos marca la ruta por la cual se irá desplegando la voz de la hablante. Al ser construido en forma de diario de vida, el Poemario adolescente remarca su estructura de tiempo. Dos grandes partes divididas en Adolescencia obligada y Adolescencia perpetua, separadas ambas por un lapso de diez años aproximadamente, demostrando que en el contenido del poemario y en el trasfondo existencial de las vivencias poetizadas, el tiempo juega un papel decisivo, una variable que se une a esa cadencia vital de la hablante por querer escribir y contar lo que ella desea contar, porque en este caso el tiempo de los poemas media con el deseo de la expresión en las palabras. Cada fecha marca una voz, una imagen y un ritmo, los que varían conforme varían los días y sus copiosas sombras.

En Adolescencia obligada, las expresiones y descripciones de la hablante cambian de poema en poema, alternando entre la voz carmínica (plena de fuero interno y de arrojada pasión), la voz apostrófica (dirigida a la figura del amor o bien interpelando al lector) y nuevamente la voz carmínica pero plurizada, apelando a un sentimiento de unicidad con otras voces, aunque no se sabe bien si esas son otras voces o son otras dentro de ella misma:

¿Qué nos han hecho?

Jamás seremos las mismas

Solo promesas nos han manifestado

Con salvajismo en sus miradas,

Entrada al abismo.

He ahí el juego de la escisión. La renuncia a la identificación unívoca y al decir uniforme. Y en esta parte de la adolescencia, ya vemos que, aparte de hondas cavilaciones existenciales y pasiones hormonales, también hay mucho de introspección, ludismo y júbilo por el hecho de sentir y de vivir, este último, indivisible de la idea de morir, lo cual, en ningún momento, coarta la voluntad, sino que, en todo caso, reafirma la vida misma, la idea de la tragedia nietzscheana, la afirmación de todas las cosas aún en sus zonas más abyectas:

Dentro de toda esta molécula

El dolor y la alegría me acompañan,

Sentimientos que el corazón

Plasmó ayer

En la inmensidad.

Existencia

Largo camino.

En Adolescencia perpetua, se aprecia un significado algo irónico, aunque no exento de cohesión con el sentido mismo del tránsito de la edad de la mano de la experiencia y del recuerdo. Vuelve el confesionario lírico, el testimonio de los días vividos, los aprendizajes asimilados y las disyuntivas aún no del todo digeridas y abrazadas al corazón y a la psiqué. Se hace patente, más que nunca, la voz carmínica, alternada con la apostrófica, para referir sentidos pasajes alusivos a la ilusión de lo que fue o lo que pudo ser, o bien al placer desenfrenado del instante, “el instante eterno” romántico, baudelairiano, sin otra condición que el otro deseante, fundida su existencia en un mar de emociones, a ratos contradictorias, a ratos armónicas, tiernas, indomables:

Mi amor es gigante

Tan enorme como lo que provocas.

El sufrimiento ¡Oh, el sufrimiento!

Está siempre presente,

Instante de gozo también conocen de esto.

A medida que avanzan los días y así los años en Adolescencia perpetua, la crisis tiende a agudizarse. Las emociones que antes danzaban jubilosas, de pronto colisionan de manera aguda, y además tienden, a veces, a la melancolía, limitando con la depresión. Pero el cuerpo de Adolescencia entiende que lo perpetuo no alberga necesariamente lo agónico. Hay dentro de ese dilatado túnel vivencial una búsqueda espiritual, un vaciarse para volver a encontrarse.

“Uno no se ilumina imaginando figuras de luz, sino haciendo consciente la oscuridad” decía Carl Jung, y es que la hablante anhela la belleza y la virtud, quiere para ella un sentimiento de iluminación, de sanación, pero requiere, para eso, deshojarse, palparse, abrir la herida para que no queda ya sangre que cicatrizar, y purificar así su propio legado de dolor. Como cualquiera, quiere amar, pero no lo logra:

A veces no logro amar

Mi corazón está seco

Una fiera ruge en mi interior

Llora y clama

Justicia

Sabiduría.

Conforme se aproxima el cierre de la Adolescencia perpetua, vemos que el tenor de los poemas encuentra su clímax preñado de sentires paradójicos. Y luego, cierto encuentro con la reflexión sobre el ser, cierto ánimo filosófico sobre su existencia o, si se quiere, un mantra espiritual:

Quietud del Ser

Comportamiento selvático,

Lo que está a mi alrededor

Parece falseado…

El velo de maya de la cosmovisión hindú aquí figura sugerido. Las ilusiones son las circunstancias que rodean a la hablante, o bien el tejido de la realidad que ante ella aparece en forma de dolor y de deseo constante. La quietud a la que hace referencia, lejos de constituir la ataraxia, supone el encuentro con lo esencial, luego de vivir la tragedia (el rotundo sí a todas las cosas, luminosas y oscuras, de la existencia).

Se puede decir que la quietud en Adolescencia perpetua es el reencuentro con el verdadero ser, trascendiendo el puro ego material, pero este reencuentro no niega todo el recorrido vital, ni apunta al desprendimiento, sino que concilia aquella tan ansiada paz luego del clímax manifiesto en el poemario. No se avizora el estoicismo, porque el oficio de vivir en la hablante no trata de domar al animal de sus emociones con el reino de la razón. Lo que hace es abrir el caudal para dejar fluirlo todo, herida incluida, y, ya vaciada, liberada de sus residuos, sentirse una con todo, renacida, palpitante.

En la más pura tradición poética, nuestra hablante entra en sintonía con la poética de Alejandra Pizarnik: “Tú eliges el lugar de la herida en donde hablamos nuestro silencio”. Y es que, para la hablante, al igual que la poeta argentina, “escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura, porque todos estamos heridos”.

La hablante, la poeta, ya absuelta del yugo de su anterior herida, ya recobrada de su memoria sangrante, puede volver a transitar su camino, respirar el tiempo y restituir el armazón sensible de su vida:

Lo que miro, lo que medito, lo que huelo, lo que palpo

ESTÁ ACÁ, acompañando el transitar.