miércoles, 23 de mayo de 2018

Tomé Elegía de Philip Roth, el único libro suyo en mi estantería. Había leído La conjura contra América hacía un tiempo, pero esa es otra historia. El hecho es que tomé nuevamente su Elegía. En esta ya comienza a visibilizar las mellas de su degradación y la de su medio circundante, pero dejando de lado la ironía para hurgar en la opacidad del asunto, de modo que, página tras página, Roth pareciera estar ensayando la intuición de la muerte, y construyendo una especie de biografía tanática. Lo dejaba evidente en su proceso de senectud como masacre, ligada a la debacle moral y al olvido irremediable, y también en el amor como proyecto irresoluto, formando parte de la misma lógica que había predicho Fitzgerald en su Crack-Up: la vida como un proceso de demolición. Su partida no tendría por qué sorprender a nadie, a ningún seguidor, a ningún lector acérrimo que haya internalizado la elegía narrativa recorriendo la gravedad de su pluma. La enseñanza que deja (si es que se puede sacar alguna) es directa y contundente: pensar sobre la muerte es, en cierto modo, ya estar viviéndola, o como reseña en su epígrafe de John Keats: tan solo pensar es estar lleno de tristeza.