miércoles, 10 de octubre de 2018

Fui a ver si me habían depositado una plata a la caja vecina de un negocio en calle Lastra. El viejo que atendía me preguntó qué acción quería realizar. Le dije que primero verificar cuánto dinero tenía. Algo intrigado, corrigió que así no se decía, que debía decirse "consulta de saldo". "Se dice consultar saldo, mi hijo", repetía en el momento que pasaba la tarjeta por la maquinita. Al ver que estaba vacía, volvía a decir que no había nada. Cuando regresaba al fondo del almacén, vociferó fuerte y claro "cero pesos", de modo que salí del negocio rumbo a calle Colón a realizar otros trámites, hasta que me confirmaron por interno la oportuna transacción de un dinero restante a mi cuenta. Entonces, sin chistar, me devolví al negocito para retirar aquel dinero en la caja vecina. El viejo estaba con el control remoto apuntando a la tele justo sobre la entrada. Se sorprendió al verme de vuelta. Le dije que ahora sí habían depositado dinero a mi cuenta y que quería girarlo. "¿Así se dice cierto? ¿Girar?", le comenté siguiendo la misma gracia de hace un rato. Pese a la talla, el viejo esta vez respondió molesto, alegando que no podía realizar la misma operación dos veces. Extrañado, le pregunté que por qué. Cuál era el inconveniente de revisar mi cuenta otra vez y poder girar. Dijo, en un tono más alto, que el uso de la "maquinita" tenía un costo. Le insistí que no entendía su negativa a realizar una operación tan simple. Ante mi persistencia, el viejo señaló que era "el tiempo el que tenía su costo". "¿Cómo? ¿Qué es lo que cuesta ahora? ¿El tiempo o la operación?" le pregunté exasperado por la actitud penca y el absurdo de la situación. Sin ánimo de querer responder, el viejo no lo pensó dos veces y me cobró cincuenta pesos por girar lo que había en la cuenta. Obviamente no accedí, motivado por el orgullo, pero dada la necesidad del dinero depositado en ese preciso instante, pensé que cincuenta pesos no era nada, a cambio de retirar pronto aquella plata y no prolongar hasta un extremo ridículo la transacción con el insufrible viejito del negocio. Al verme convencido de querer pagarle, el viejito tomó de inmediato mi tarjeta y al pasarla por la máquina confirmó que efectivamente sí habían depositado. No era escepticismo el suyo, sino que solo malas pulgas, ganas de fregarle la vida al prójimo. Con el rostro más compuesto, devolvía la tarjeta junto al comprobante de pago, justo cuando me veía sacar de la chauchera los míseros cincuenta para tan elemental maniobra. "Nada es gratis en esta vida", repitió al pasarme el comprobante. Hasta se daba el lujo de arrojar una enseñanza apócrifa. Tácitamente, con eso rechazaba los cincuenta pesos. Eché la moneda a la chauchera y la cerré. Le dije que aquello era lo que siempre decía el presidente, aquello de que nada era gratis. (ciertamente, mi tiempo y mi paciencia tampoco lo eran). El viejito apenas alcanzó a esbozar un gesto mecánico, y se devolvió luego al fondo del almacén, habiendo apagado con el control remoto la tele de la entrada, casi en un ejercicio de prestidigitación.
Lo bueno de trabajar a boleta es que no estás sujeto a ninguna otra obligación que la estrictamente pactada por la pega convenida, lo malo tampoco es tan malo, y es que, al no tener la naturaleza del contrato común y corriente, no existe ninguna otra responsabilidad de parte de la institución hacia ti, excepto la que tiene que ver con el cumplimiento del trabajo acordado por ambas partes. Hay una mayor libertad y flexibilidad contingentes en ese efímero convenio a honorarios, pero lo pajero del asunto es toda la inestabilidad a futuro que conlleva puramente el ejercicio de esa libertad. Gajes del oficio.