miércoles, 19 de octubre de 2016

Durante Convivencia Social uno de los cabros venía urgido con una pregunta sin resolver. Preguntó cómo podía sacarse el servicio militar. Le dije sin más que podía sacárselo entrando a la U o alegando una enfermedad invalidante. De inmediato, sus compañeros encendieron la polémica. Uno de ellos con tono sarcástico (y no menos cierto) dijo entonces que a todos les quedaba solamente la vía invalidante. Risas. Volvió a preguntarme el cabro ahora sobre cómo me saqué yo el servicio. Le hice saber que no recordaba si era por la vista o por la condición asmática. Una de esas dos. El cabro, dentro de todo, se hallaba realmente preocupado. Me vi reflejado por un momento en ese miedo de ingresar a una institución completamente ajena e intimidante. Pasar, mejor dicho, de una institución a otra sin mediar ninguna clase de voluntad. Claro está, el colegio tampoco era precisamente lo opuesto a eso que temía en un principio. Ahora, en calidad de agente escolar, no soy sino un cómplice más que temía el orden por venir, pero que luego le acabo sobreviviendo a expensas del propio orgullo. El cabro decidido tenía ya su excusa perfecta. Preguntó a su profesor, quien debe hacer las veces de abogado del diablo, si acaso será conveniente alegar estupidez crónica. Las risas nuevamente resonaban como un coro militar fuera de ritmo. Sus compañeros, siguiendo la talla, apoyaban su decisión. Que era la excusa que más le acomodaba, y, sin duda, la infalible. Estupidez crónica insuperable, luego de haber pasado por el colegio a duras penas, ahora, como un estado para eximirse del jodido servicio. La estupidez, lejos de un anatema, utilizada con un fin práctico y creativo. Un pequeño sacrificio en pos de evitar la uniformidad militar. El servicio, sin embargo, debiera tener a la estupidez como requisito previo. Aunque la estupidez no es lo que debiera atacar la pedagogía, sino que la falta de sentido. Si se conduce de forma pedagógica, la estupidez puede, después de todo, producir verdaderos milagros.