jueves, 8 de marzo de 2018

Acabé la primera temporada de Merlí, la serie sobre ese John Keating catalán de la filosofía. Igual el contexto en que enseña, una escuela pública, resulta terrible ideal, un grupo curso soñado. Se ve a lo largo de los capítulos -donde en cada uno se aplican más o menos las ideas de un filósofo- que los cabros van respondiendo con mucha naturalidad, con alguno que otro problema personal, pero sin mayores contratiempos, merced a una metodología contracorriente que los lleva a reñirse de manera constante con los directivos e incluso con su propio círculo íntimo, con tal de desafiar los límites e ir más allá del corsé curricular. Sería interesante ver, en cambio, a un Merlí enseñando con los mismos cuestionamientos, con la misma dinámica, en un contexto de escuela pública chilena. En el mejor de los casos, algo parecido a la serie El reemplazante mezclada con La sociedad de los poetas muertos debería salir de ahí, si es que antes la primera no refleje mejor la realidad chilensis que la segunda.
Me topé con una ex alumna del dos por uno, a un costado del Cine Planet. Iba saliendo de ver una película. No me había dado cuenta hasta que alcancé a divisar a una chica que venía hacia mí. Era ella. Una de las más aplicadas del curso. Se sorprendió gratamente de saludarme. Lo primero que preguntó fue si acaso seguiría este año en el instituto. Antes de responder, sorbí algo de saliva. No podía aguantar el corto nudo en la garganta. Al escuchar la respuesta negativa ella se lamentó, replicando que, en nombre de todo el curso, me iban a extrañar por lo buena onda. Le dije que era lindo saberlo, y sobre todo de boca de "una de las mejores". "No es para tanto", alcanzó a reír ella, disimuladamente. Aprovechó para consultarme si se iba otro profesor o profesora del año pasado. Recalcó que esta consulta debía quedar entre nos. Le informé que posiblemente la profesora de Matemáticas, porque había insistido en retirarse casi finalizado el último semestre. Así, intuyendo el momento de la despedida, tal vez definitiva, ella se iba a la rápida con sus amigos, replicando a lo lejos un espontáneo adiós. Solo sonreí y levanté la mano en señal de correspondencia, justo cuando ella bajaba la escalera mecánica. La película ya había acabado, el instituto me había cerrado las puertas para siempre (por cuestiones administrativas, tal vez disciplinares), pero casualmente no la persona ni el rostro de esa alumna, que lo seguía siendo afuera, pese a ya no existir otro espacio de aprendizaje que ese pasillo de mall, en las afueras del nuevo cine, ese espacio improvisado, libre de reglas, libre de notas, construido a pura merced del encuentro y el recuerdo.