sábado, 16 de julio de 2016

A ratos nuestras motivaciones para hacer lo que hacemos son más elementales de lo que creemos. Las adornamos con teorías rimbombantes, con retórica de segunda, con sueños de cambio, con vagas esperanzas, pero siguen siendo deletreables solo mediante un par de caracteres. Por ejemplo, todos hablan de poéticas, de proyectos de vida, de emprendimientos, pero a lo sumo siempre intuyo un instinto básico rugiendo desde dentro, algo así como un impulso, no sé si primitivo o sencillamente inconciente. En el caso de escribir, hoy por hoy, creo que en prácticamente la mayoría de los casos se trata de un suplemento improductivo a la falta de conformidad.

El oficio

Muchos se enorgullecen, después de cumplida la universidad o cualquier clase de estudio, de sus honores, de sus títulos, de su sueldo, sus viajes y su nuevo estándar de vida conseguido mediante el trampolín social de la educación. Un orgullo burgués, predecible. Pero pocos han prestado atención al carácter subterráneo de los oficios. Hay en los oficios una literatura secreta. Cualquiera de aquellos, orgullosos de su nuevo estilo de vida, haciendo todo lo posible por construir su nuevo yo y dejar en el olvido su yo pasado, han tenido necesariamente que pasar por ciertos oficios, a veces indignos, a veces necesarios, para poder sobrevivir en esta selva de cemento. Y son esos oficios en los que quiero profundizar. Decía Faulkner que trabajar ocho horas es una de las cosas más tristes que un hombre puede hacer. Sin embargo, hay en ese patetismo algo vital, algo quizá más honesto que el ejercicio a ratos pretencioso, a ratos vanidoso, de una profesión. Los escritores, lo sabía Bolaño, al desempeñarse en un oficio peligroso, tienen que hacerse saltimbanquis de la existencia. Por eso decía que comenzó a escribir novelas en lugar de poesía prácticamente para poder parar la olla. Primera idea: los escritores como pícaros. Y lo digo de primera fuente. Me ha tocado ser conserje de fin de semana para poder suplir la falta de horas pedagógicas. Un oficio que extrañamente te permite leer y escribir por unas cuantas lucas, dentro de un recinto hermético y tranquilo, incluso hasta monótono. No debería avergonzarme de ningún minuto dentro de ese recinto, porque allí escribí algunas cuestiones medianamente rescatables, porque allí me desvelé leyendo algunos clásicos. Como decía entonces, hay en el oficio una suerte de literatura secreta, no a todas luces vista. Pensé detenidamente en eso justo antes de volver al departamento. El hombre que limpia los autos en la esquina de Colón con Edwards, con una silla en aquella parte de la calle como su instrumento de trabajo. Esperando un poco de forma kafkiana el próximo vehículo estacionado, merced a la buena voluntad de los conductores. No hay, en el fondo, una diferencia demasiado sustancial entre ese carácter y el de cualquier otro oficio. Solo quizá, digamos, el imaginario social. Pero hay en esa expresión pálida, en ese entusiasmo aprendido del lavador de autos, solitario en una esquina, básicamente algo idéntico a cualquier otro oficio, incluyendo el oficio escritural: La misma fuerza de voluntad y al mismo tiempo la misma ilusa esperanza de llegar a alguna parte.