sábado, 16 de abril de 2022

El viernes santo, durante la mañana, un vehículo estacionó frente a la Moneda y su conductor se prendió fuego. Fue encontrado vivo, pero permanece en riesgo vital. Al principio, nadie sabía la identidad de este misterioso hombre, ni mucho menos sus motivos para semejante inmolación a lo bonzo. A raíz de la incertidumbre, circularon teorías sobre las supuestas razones que habría tenido para quemarse. Algunos dijeron que fue un acto de protesta extrema contra el gobierno por lo de los retiros; otros, que se trató de un acto de locura para llamar la atención de los medios, síntoma de la enajenación pandémica y la ola de violencia desatada. Sin embargo, luego del proceso de investigación, se determinó la identidad del hombre: Mario Carrión, hermano de Pedro Carrión, un empresario que habría sido secuestrado y luego asesinado en Concón, a manos de unos presuntos sicarios por supuestos motivos económicos, en una suerte de represalia por parte de sus socios. Este hombre, Mario, habría publicado algunos videos, horas antes de inmolarse, en donde dejaba entrever sus razones. “Voy a dar mi vida por mi arrepentimiento” dijo Mario en una parte, “por haber convencido a “más de dos mil personas” de votar por el presidente”. También habría dicho que es tan fiel que muere con su hermano y con Jesucristo. De esta forma, se puede afirmar que, al quemarse a lo bonzo frente al palacio de gobierno, clamaba por justicia ante un crimen que consideraba impune.

No es primera vez que ocurre una inmolación frente a la Moneda. El año 2001, Eduardo Miño, obrero y militante del Partido Comunista, entregó una carta a los transeúntes de la Plaza de la Constitución, para luego infligirse una herida y prenderse fuego con líquido inflamable. Allí se realizaba un acto de la Comisión Nacional del Sida, en el que participaba Michelle Bachelet. En aquella carta, Miño explicaba las razones de su inmolación. Básicamente, lo hizo en protesta por los trabajadores de la industria Pizarreño que fueron víctimas de asbestosis. Cerraba su carta con una frase para la posteridad que sería su epitafio: Mi alma que desborda humanidad ya no soporta tanta injusticia. Esta misma, la injusticia, fue la que decía sufrir Mario Carrión, al momento de prender la llama que encendería el fuego, el simbólico fuego que lo hizo arder un viernes santo, misma fecha en que se conmemora la crucifixión del hijo de Dios, en un sacrificio para absolver a la humanidad de sus pecados. La diferencia es que, tanto Mario Carrión como Eduardo Miño, eran simples mortales que imploraban por un poco de justicia terrenal, ofreciendo su vida a cambio de una respuesta política o, al menos, de un gesto ciudadano por las causas que llevaron en su conciencia hasta las brasas.

Cristo consagró la cruz como símbolo de adoración y también de penitencia. Asimismo, Miño y Carrión han consagrado al frontis de la Moneda como espacio del sacrificio ciudadano. Algo arde aún frente a la Moneda. Algo todavía se sigue quemando. Ese algo vuelve la historia una pira, en la que los vencidos buscan despojarse de sí mismos para trascender e inmortalizar su causa a través del tiempo. Pero solo el tiempo dirá si el sacrificio logró aplacar a los dioses o, en su defecto, agitar la memoria de los hombres.
¿Y qué pasaría si te dijera, querida, que nuestro tránsito tuvo también su propio vía crucis? ¿Que alguna suerte de mandato metafísico quería que fuera sacrificada nuestra anterior vida, para dar lugar a una penitencia, una reflexión y, posteriormente, un violento cambio que derivaría en la eterna expectativa de la transformación del mundo o, por el contrario, en una eterna condena de lo mismo, agravada por el martillo de la consciencia, y el estigma aún sangrante de la historia?
En el centro de la ciudad, a un costado de la entrada a un cajero, una pareja de venezolanos estaba sentada junto a sus dos hijas. A su lado, una gran maleta llena de ropa y accesorios. Las hijas comían un poco de pan y el papá sostenía una cajita con huevos de Pascua. -¿Desde cuándo están?-, les pregunté. -Desde ayer-, respondió el padre. -Viernes santo-, agregó la madre, sosteniendo a su hija más pequeña. Les pasé una luca que tenía suelta. El padre me ofreció un huevo de pascua a cambio. Le dije que no hacía falta. Lo agradecieron. Luego, seguí mi camino. Para algunos, la semana santa es un exilio y un sacrificio, una peregrinación sin garantía de retorno.