lunes, 15 de febrero de 2016

Siendo las 12 y media de la mañana, lo primero que oigo y que me despierta del sueño es el sonido de un chinchinero que toca repetidamente en la esquina. No sabía si odiarlo por haber interrumpido lo que anoche no dormí, o sencillamente sentirme invadido por la alegría contagiosa que desbordaba, aunque el lapsus fuera de solo unos minutos, porque luego todo volvió al sonido cageano del plan atestado de motores y de murmullos. La brevedad del chinchinero hace imaginar que su función fue más bien la de despertador. Tenía que ser en ese preciso lugar y en ese preciso momento. Ese sonido entonces: la invitación festiva y escandalosa a formar parte nuevamente de la realidad, como si fuese el recuerdo vivo de un niño que de repente sale de la seguridad de su pieza y se encuentra con la calle y la plaza pública, esta vez sin padres a su lado.