viernes, 3 de marzo de 2023

Reflexiones sobre la figura de la estatua que comprueban el cambio en mi pensamiento político, con el tiempo:

11 de noviembre de 2019
En el lapso de una semana, decapitan una estatua de Pedro de Valdivia y se la ponen a Caupolicán en Temuco; destruyen un memorial de Jaime Guzmán incluyendo el monumento en Viña; queman la centenaria casona Schenider, actual sede de la Universidad Pedro de Valdivia; y, además, saquean la Parroquia de la Asunción en Santiago, al igual que la Catedral de Valpo. Hay una cólera focalizada en esos sabotajes. No hay un mera catársis de violencia desatada. Hay una destrucción que materializa una afrenta simbólica no solo contra el gobierno, ni siquiera contra el capitalismo en sí, sino que contra todo aquello que haya ostentado un poder opresivo, (la colonización española, la ideología neoliberal, el catolicismo dogmático) lo que habla del carácter transversal del movimiento a gran escala. Ya no se trata solo de exigir el cumplimiento de una agenda política para asegurar la correcta distribución de los bienes y servicios, se trata de cobrar el elevado precio de la historia contra los vencedores; se trata remotamente de hacer valer una especie de justicia amordazada, si es necesario, a punta de sangre y de escombros. No hay ley de talión posible en ese levantamiento, nunca lo habrá; pero en su lugar hay un espíritu de vendetta criado por años, quizá siglos.

18 de junio de 2020
No soy amigo de las estatuas. La propia idea de una estatua de la libertad resulta absurda. Pero no creo que la solución pase por derribarlas ni decapitarlas. Sé que el gesto de su derrumbamiento y decapitación supone rebelarse contra un imaginario simbólico de opresión, y que eso implica precisamente leer a esos personajes representados desde la vereda del poder opresor. Sin embargo, esa lectura se hace más bien desde un “presentismo” con altas dosis de revisionismo político, que, en todo caso, interpreta la carga histórica condensada en esas estatuas a partir de un evento puntual o un hecho paradigmático, al cual se suma toda una serie de causas encadenadas que vendrían a construir un relato, en este caso, el relato de los discriminados por la "historia oficial" en razón de su raza, de su cultura de origen o de su genética. En lo relativo a Colón como símbolo del racismo en América, y, por alcance, del racismo actual norteamericano, no se puede aseverar tajantemente que sea el responsable originario de todo el genocidio posterior, ni afirmar con certeza que él haya representado el origen de toda discriminación racial desde el período de la conquista en adelante. Hay que considerar que EEUU fue colonia británica desde el siglo XVII, justamente cuando comenzó la esclavitud en esos lares, tiempo después de la leyenda negra española. Hay que considerar también que Colón murió desconociendo por completo que había pisado unas tierras completamente desconocidas para la óptica occidental hasta ese entonces, encontrando siempre en esos parajes el signo de las Indias a lo largo de sus cuatro viajes. En sus diarios siempre consideró a los nativos como oriundos de las Indias, incluso mencionando al Gran Khan, en un intento por establecer negociaciones con esta gente nativa, por supuesto, sin éxito alguno. Se cuenta, por otro lado, que al ser designado virrey y gobernador de las Indias por la Corona Española, a Colón se le acusó de implementar un gobierno tiránico, hecho a partir del cual la historiadora Consuelo Varela opina que «la historiografía que se nos ha conservado hasta ahora es única y exclusivamente la que le favorecía». Pero si achacamos únicamente a Colón la completa responsabilidad sobre todo lo que sucedió después en América (que, por cierto, tampoco constituye un continente necesariamente victimizado ad aeternum, sino que un continente humano con su propia entidad dentro de la historia universal, llena de luces y sombras), asimismo tendríamos que achacarle, por ejemplo, a Julio César la barbarie ocasionada en Germania, o a los árabes la dominación ejercida durante siglos sobre los propios españoles. Igual que en Europa, la conquista de ese continente inventado denominado América (a decir de Edmundo O Gorman) supuso un profundo cambio social y cultural, tal vez equiparable al que provocó Roma sobre el Viejo Mundo. Las civilizaciones, quieran o no los puristas de la moral, se han ido blandiendo como espadas a base de fuego y hierro. ¿Pero a qué costo? Se preguntarán los progresistas de hoy. Pues el costo del ciclo de la(s) historia(s), sin una síntesis posible en el horizonte, el ciclo de la(s) historia(s) que una y otra vez vuelve(n) sobre sí misma(s), de manera centrífuga, construyendo un presente sobre las ruinas de un pasado, y, al mismo tiempo, conservando los sedimentos, los recuerdos que aún palpitan y también los olvidos que aún resuenan. No hay que dejar que esos recuerdos opaquen la mirada, aunque tampoco que esos olvidos permanezcan demasiado tiempo en la retina, con tal de nublar la visión de las cosas. Las estatuas deberían seguir ahí, no tanto para ensalzar a los muertos, como para repensar lo que fueron.

13 de marzo de 2021
La estatua del General Baquedano, removida. La otrora Plaza Baquedano, resignificada luego como Plaza Dignidad, ahora solo luce en su centro un espacio vacío. ¿Es acaso este el vacío de la palabra dignidad en el país? ¿El vacío de la palabra patria? La nada, símbolo de nuestros tiempos y de nuestras latitudes. Para el sector más radical de la oposición, significa la tabula rasa necesaria de un nuevo Chile, al más puro estilo ready made. Para el otro sector oficialista, en cambio, representa el fin del Estado de Derecho y el comienzo de la anarquía. El mensaje progresista es claro: los viejos ídolos deben caer para dar lugar a la renovación. Por otro lado, el mensaje del gobierno dice: los viejos ídolos se deben recuperar para poder restablecer el orden. ¿Qué reemplazará a la estatua del general? ¿Qué quedará en su lugar? ¿La pura y perenne División? ¿La perdida pero siempre anhelada Unidad? Estas son las preguntas que restan. Por el momento, solo reposa esa nada, plena de sentido o carente de significado, tras una tregua temporal en el Chile pandémico.