sábado, 5 de mayo de 2018

La soledad sonora

Encontré en la librería Dante de Viña (como el infierno, a los libros) La soledad sonora, de Antonio Gala. Su contraportada decía más o menos así: 

“¿Desdeña el solitario a aquellos de quienes se separa? ¿Busca aquí sólo su propia explicación, su paz propia, el retorcido placer del que no arriesga nada y nada pierde? Exactamente para lo contrario ha subido hasta aquí. Para olvidarse de la parte de sí mismo que lo distrajo a menudo entre los otros. No volverá a mezclarse. Antes procuraba el querido aislamiento; ahora, con los ojos de par en par y el paso firme, avanza por una ancha avenida vacía. ¿Por generosidad, por solidaridad? No, no sólo por eso. El solitario cree cumplir su destino de este modo: con los alegres, con los tristes, con la queja de los decepcionados. Pero desde aquí ya, desde sí mismo ya. Sin aguardar la compensación —tan frágil— de las manos extrañas, de los aplausos, del agradecimiento. Porque no lo merece. Nadie merece nada por cumplir su destino”. 

Al revisar ese fragmento, no había nadie a la vista atendiendo en el mostrador. Solo una vez que dejaba el libro de La soledad sonora entre medio de los otros tantos libros que conjuraban apilados a un costado de la entrada, apareció de súbito el dueño del boliche preguntando por si tenía alguna consulta, y planteando la posibilidad de regatear cualquier título sin compromiso. La tentación persistía pero la inseguridad pudo más. Eché un último vistazo merodeando el espacio que seguía por contigüidad a La soledad sonora, y di la media vuelta. Existen por lo menos otros tres libros titulados La soledad sonora. Uno de Emily Dickinson y otro de Juan Ramón Jiménez. Solo el de Gala, en aquella librería, hacía eco de su propio ostracismo involuntario.