sábado, 7 de octubre de 2017

Según el fragmento de una entrevista que salía en un cuadernillo PSU, Parra habría demorado mucho tiempo en publicar sus Poemas y antipoemas, temiendo que su obra fuese medida con un solo metro: Neruda. Así como en la Física se habla de un ohm o de un newton, se sabe que por esos años en poesía se hablaba de un Neruda, y se trataba de ver cuántos nerudas había en cada poeta nuevo. De esa forma, recién en 1953 Parra envió su libro al concurso del Sindicato de Escritores con un seudónimo, y en un sobre aparte, el nombre verdadero, como siempre se hace. Pero temiendo que lo pillaran y que la mafia literaria entrara en acción, se puso el seudónimo de Juan Nadie (indirecta alusión a Ulises de La Odisea) y, en el autor correspondiente a ese seudónimo, colocó Rodrigo Flores, el nombre de un amigo del antipoeta, campeón de ajedrez e ingeniero. Un día anunciaron que los tres primeros premios se los había llevado el tal Rodrigo Flores, y entonces empezaron a llamar a su amigo el ajedrecista para felicitarlo, quien por supuesto no entendía nada. Fue así que, luego de esa jugada maestra, Parra se presentó en la Biblioteca Nacional ante el presidente del Sindicato para explicarle las razones del caso. Y el resto es historia conocida. Cabría asociar así la figura del poeta con la figura del impostor, que trasvasija identidades, que muda de voces, incluso de motivos, como quien muda de ropa y de calzoncillos. Sería el poeta, de ese modo, la persona, el personaje, en el sentido pleno del enmascaramiento; y el antipoeta, por ende, su doble irónico, su némesis.
La secretaria del preu de Quillota, la única con la cual guardo confianza, me explicaba adonde había ido estos últimos días, luego de preguntarle por qué se había perdido. En un principio me señaló que a ninguna parte, mostrándose un tanto esquiva con la pregunta. Después se soltó y dijo que había ido de camping con la congregación. Al notar el rostro de extrañeza sobre la mención de su destino, confesó que era evangélica hace más o menos alrededor de una década. Fue en ese entonces que, según ella, "encontró a Dios". "Y vino para quedarse a mi vida" recalcaba, sonriente, con una naturalidad tierna, de una simpatía consustancial a su persona. Ese rasgo suyo le fluía solo, y tal vez por eso logré conectar con ella más allá del contacto protocolar. El enterarme sobre su creencia religiosa, contrario a lo que pensaría, no mermó el interés. Había algo en ella que resultaba atractivo en tanto reflejaba una armonía entre su espontaneidad y el convencionalismo de su credo. Para ser sincero, si no me lo hubiera confesado, nunca hubiese creído que era evangélica. Su carácter con su belleza tenían tal simetría que hacía difícil incluso sospechar que alguien como ella siguiese ideas tan caducas. Pero ni su costumbre ni su cosmovisión eran impedimento para sellar el trato que había florecido solo a raíz de un par de encuentros, miradas y palabras al paso. Cuando me disponía a salir hoy, una vez que me ayudaba con los alumnos ausentes de la clase, volvía empecinada en atender a los apoderados que iban llegando. Como tantas otras veces, daba la vuelta esperando el momento propicio para intercambiar con la secretaria siquiera un par de palabras, antes de marchar de aquel lugar rutinario. Cuando iba llegando a la puerta de salida, se ponía de pie casualmente. El beso de despedida, de rigor. Y luego, la pregunta final: “¿la veré pronto?”. A lo que ella, respondía resuelta: “Si Dios quiere”. No había ninguna expectativa, ni en ese encuentro ni en esa comunicación, porque solo se trataba de algo fugaz de algo demasiado secular, porque en definitiva era solo su Dios el que se asomaba en el horizonte, y afuera de esa puerta sabíamos que no existía otra cosa que su sombra y su desaparición.