viernes, 9 de noviembre de 2018

El cuidador de autos de Colón cerca del Colegio Arturo Edwards me pidió la hora. Las 10, le dije. Me preguntó si tenía fuego para encender unos puchos antes de sacar al último vehículo y virarse. Le decía que en el kiosco había. El loco ya lleva años en la misma. Siempre se vira puntual. Se encarga de quedarse un ratito más para envolar a los sapos que andan aguja con los vehículos. Desde la pieza, se le escucha decir "québrese", "gire", en un constante traspié monológico que los choferes apenas alcanzan a agradecer, con una que otra chaucha como compensación. De conserje, recuerdo que había un loquito que se ponía a cuidar y a lavar autos justo frente al frontis del edificio. Siempre pedía que le cargara el celular y, a cambio, ofrecía algún favor con una que otra chuchería pal manlle. Sus antecedentes distaban mucho de su actitud al momento de circundar el perímetro de los estacionamientos a un costado de la calle. El cuidador de autos, improductivo ante los ojos del tecnócrata, un vil extorsionador de un servicio absurdo, ante los ojos del cascarrabias acomodado. Pero hay en ese absurdo de estacionar y de ayudar a arrancar vehículos, una wea digna de algún pasaje de Beckett, más allá del análisis de las condiciones materiales. Una pega inútil desde el punto de vista contractual, pero necesaria y hasta imperiosa bajo el rigor de la necesidad. Una pega sin contrato, fuera del marco estricto de la ley, pero ¿por qué a pesar de eso, los cuidadores de auto siguen en masa sobrevolando las aceras, como si a la vuelta de cada vehículo intuyeran el mañana de su presente? Son las grietas, los intersticios, las fisuras del sistema las que, ineluctablemente, permiten esta clase de trabajos kafkianos. No hay nada políticamente correcto ni tampoco romántico en un estacionador de autos, pero su sola existencia remueve la lógica de lo corriente. Así, la noche cae sobre el sistema y sobre la desolada acera, cuando el estacionador de autos, ya en retirada, va contando la propina que consiguió en el momento que pronuncia a viva voz y contra la penumbra del entorno un último y estruendoso "gire". A cambio de todo, a cambio de nada, el estacionador de autos seguirá pronunciando ese girar como su axioma secreto, la fórmula de su ofrecimiento desesperado, que es también, en cierta medida, la fórmula del movimiento del mundo.