domingo, 26 de marzo de 2017

Silence, de Martin Scorsese

La Silence de Scorsese, con ese tono reflexivo, esos caracteres inestables, esos paisajes oscuros, salvajes, me recuerda a ratos al Bergman más existencialista. Reinaugura de una forma sarcástica, insoportablemente lúcida, la problemática sobre el silencio de Dios ante el por qué del sufrimiento. La fe debería bastar, se cuestionaba Bergman, pero nunca será suficiente. Lo que hacía Bergman en su antigua trilogía sobre el Silencio de Dios era constatar que el decir humano era lo primero. El decir que luego colmaría el vacío espiritual ante la duda. Por su parte, Scorsese nos parece mostrar en Silence que la creencia depende de las circunstancias. Que, para los japoneses conversos al cristianismo, el Chinmoku (Silencio) era de una naturaleza distinta al mutismo divino que experimentaban los padres jesuitas. Posiblemente, para los japoneses conversos, el auténtico silencio venía del interior del espíritu. En cambio, para los padres jesuitas, el silencio venía desde una región metafísica. Desde la región de un dios que ni siquiera se manifiesta en el plano material, ante la incertidumbre y sacrificio de sus feligreses. En ese sentido, Scorsese refleja las luces y las sombras del escepticismo religioso. Lo torna un debate enteramente humano, una cuestión de sincretismo, no una mera disputa teológica. En eso acierta en grande.