martes, 7 de agosto de 2018

Igual me quedó dando vuelta el episodio de Alejandro Goic arrancando de la vieja Maldonado para el estreno de "Casa de muñecos" en Mucho gusto. Goic repetía que "no le daba el corazón, que no le daba el alma". Maldonado le acababa de responder hace unos días que hizo lo que hizo porque "buscaba un poco de publicidad para una teleserie que nadie conoce". Por supuesto que hay ahí posturas irreconciliables. Por un lado, Goic apelaba a una cierta consecuencia, no codeándose con una pinochetista en línea frente a la pantalla, y, por otro lado, Maldonado le rebatía señalándole cierto oportunismo mediático disfrazado de gesto político. Explicar todo eso a estas alturas resulta de perogrullo. Lo que quizá no se ha vislumbrado lo suficiente sobre este punto, es el curioso intertexto de la anécdota con la serie Bala loca. En aquella serie, Mauro Murillo, el personaje interpretado por el propio Goic, suscribía a una especie de "periodismo ético", denunciando a los cómplices del régimen militar que aún gozan de buena salud en un sistema aparentemente democrático. Teoría de la conspiración chilensis y novela negra policíaca de por medio. En una entrevista junto a Ingrid Isensee, señalaba que, de hecho, el término periodismo ético debiese ser una redundancia. Se veía reflejado claramente en la disyuntiva de Murillo, entre su carrera descendente, volcada hacia la farándula, y su propósito subrepticio, es decir, su periodismo investigativo reñido con los intersticios de la ley, con tal de acorralar a los falsarios que se visten de agentes de la economía y de la cultura por partes iguales. El que salió de aquel estudio en pleno matinal no solo fue Goic, sino que fue también, en cierta medida, Mauro Murillo, adoptando el rostro desvelado de una ética incomprendida hoy por hoy, frente a la mascarada de las lumbreras televisivas que banalizan el asunto y que acogen por igual a beligerantes y aspiracionales, bajo el pretexto de la libertad de expresión, en un dispositivo que no reconoce otra lógica que la espectacularización de los valores y principios. El telespectador promedio, estupefacto, lobotomizado por la indolencia de sus ídolos, vio pasar nuevamente, detrás de ese montaje edulcorado, la sombra del viejo conflicto. Como en la película de Carpenter, las gafas del telespectador promedio fueron, durante aquella intervención, arrancadas de tajo para presenciar por, al menos un instante, el horror de la memoria, de una herida abierta instalada todavía en lo profundo de la retina ideológica.