jueves, 2 de febrero de 2017

Couve el realista

Adolfo Couve señala en una de las entrevistas de La tercera mano: "Me cuesta mucho menos pintar que escribir. Cuando pinto estoy feliz, pero no estoy creando. Se crea en el dolor nomás. La felicidad va en contra del talento. El talento es dificultad". Ciertamente existe un arte para la cabeza, frío, académico, impersonal, condenado a quedarse en los anaqueles de la indolencia, constatando su falta de compenetración con la realidad. El otro arte, el arte doliente, genuino, será siempre para el corazón y para la vida. Couve decía que su pintura le permitía traducir su estado de ánimo o bien retratar cierto aspecto de la existencia, sin interferir demasiado en ella. En cambio, su escritura estaba más cercana a una pasión, exponiendo sus contradicciones y secretos como si fuesen parte de su arte, siempre en el límite crítico del lenguaje, en la frontera del lenguaje con la propia vida. Sin un grado de perturbación no es posible crear nada. La eterna satisfacción a la que aspira el optimista no puede estar más lejana a la aventura de la creación. Porque esta para manifestarse requiere de un goce medio doloroso, medio epifánico, siempre. Por eso Couve se consideraba ante todo un realista. Aunque no un realista de la mímesis, sino que un realista que se deja traspasar por la realidad como una especie de maestra. Todo lo que admira tiene esa cotidianeidad que puede incluso desasosegar. Entiende que hacer arte no es recluirse ni apartarse, sino que estar aquí mismo, "ponerse vivo". Todo lo que admira tiene, en definitiva, ese rostro crudo de los "vivos", como diría Vila Matas: “retratos de la conciencia de paseo por el mundo, saboreando su bocado de vida, radiantes en su desesperación”.