sábado, 14 de noviembre de 2020

El psicópata de Meiggs

El caso del colombiano Diego Ruiz Restrepo, el llamado “Psicópata de Meiggs” se hizo mediático hace poco por la crudeza de los hechos. El tipo deambulaba impune e indocumentado por Santiago y Estación Central, siguiendo un patrón común de violencia: atacaba preferentemente a personas desposeídas. Los ataques ocurrieron de plano durante el mes de noviembre. Según las pruebas, Diego Ruiz es un caminante solitario que salía a cazar a sus víctimas en situación de calle durante la noche. Los medios se preguntan si se trata de un asesino en serie. Descartan tajantemente esa posibilidad, por la sencilla razón de que la categoría de asesino en serie debe corresponder a un individuo que mata siguiendo un intervalo de tiempo y de acuerdo a un método fríamente calculado para burlar a la justicia. Sus crímenes entrarían dentro de una especie de programa o, si se quiere, de estructura. Diego Ruiz, al actuar durante solo algunos días y de manera impulsiva, no entraría dentro de esta definición. Su carácter de psicópata le viene dado por su sangre fría y falta de arrepentimiento al momento de realizar los crímenes, aunque no por la racionalidad en su ejecución, característica que sí lo volvería un asesino de corte serial a la manera clásica. 

Carlos Pinto nos entrega una visión más ampliada respecto a este caso, dando como antecedentes a verdaderos asesinos seriales provenientes de Colombia (porque, para él, Diego Ruiz sería más bien un “asesino múltiple” de corte explosivo). Sin ir más lejos, mencionaba a Pedro Alonso, el “Monstruo de Los Andes”, considerado quizá el mayor asesino serial de la historia, con más de 100 muertes confesas, y se estima que sean muchas más. Su foco estaba puesto en niñas y adolescentes. Lo más execrable de todo es que alcanzó a ser detenido en varias ocasiones pero, por motivos extraños, desapareció del mapa y hasta el día de hoy no se sabe nada sobre su paradero. Con esto, Carlos Pinto daba a entender que en Colombia han existido psicópatas asesinos en serie conocidos por el impacto y extensión de sus crímenes. Todos, además, tenían móviles particulares y apuntaban a cierta clase específica de víctimas.

La Doctora Cordero, por su parte, nos ofrece luces respecto a las posibles motivaciones del “psicópata de Meiggs”. Ella apuntaba al entorno de violencia y de represión en que seguramente se crio el sujeto, lo que lo convertiría, más que un serial killer, en un “asesino compulsivo”, lo cual no implicaría ininmputabilidad (aplicable para locos y dementes), sino que daría cuenta, según ella, de una organicidad cerebral (sic) que impulsaría al asesino a realizar sus ataques de manera secuencial, pero en un solo tiempo. Otra explicación para su actuar viene dada respecto al clásico dilema: ¿el psicópata nace o se hace? Para la Doctora, se hace, se fabrica. Basta con referirse al entorno familiar de Diego Ruiz, un entorno fuertemente evangélico, desde el cual, según la Doctora, podría haberse generado un “tufo” de mesianismo en la idea de acabar con los pecadores, a partir de una lectura psicopática del Antiguo Testamento (libro, por lo demás, bastante cruento, y que versa sobre un Dios vengador, a todas luces, cruel, criminal; por qué no, psicópata). Entonces, Diego Ruiz podría haberse adjudicado el derecho de acabar con los indigentes, creyéndolos agentes de pecado o sujetos indignos merecedores de la muerte, como un auténtico Luzbel encarnado, imponiendo, a su manera, un orden y una justicia en la tierra, solo legítima dentro de su mente perturbada. 

De todas formas, las lecturas conjuntas sobre el caso (la de Pinto y la de la Doctora) únicamente nos permiten esclarecer el perfil del psicópata colombiano, con tal de profundizar mejor en su intrincada naturaleza. Los detalles sobre los hechos de sangre y el grado de penalidad que le correspondería a Diego Ruiz son materia de investigación policial y le corresponderá a la justicia determinar la verdad y el destino del responsable. Dejémonos de ajusticiamientos chovinistas y de sesgos xenófobos; los psicópatas pueden estar ahí, aquí, en todas partes, y existen producto de una muy reconocible anomalía social, como la prueba viviente del descalabro de la moralidad.