miércoles, 12 de enero de 2022

Escribió Flaubert en Diccionario de Lugares comunes: Vacuna.- Solamente se debe frecuentar a personas vacunadas.

El loco conspiranoico

Cuando se habla de locos, se habla de sujetos que desafían la norma y se atreven a actuar por sí mismos, a ratos, con una voluntad temeraria y hasta estúpida, pero lo que los identifica es esa libertad que puede resultar extraña para el ciudadano ceñido a cierta moral y a ciertas costumbres. Qué mejor ejemplo de esta locura, hoy por hoy, que aquel que vocifera a viva voz, en pleno centro de Santiago, en un día desocupado, que el virus es un plan global, que el uso de la mascarilla no previene de ningún virus, que hay que rebelarse, que todo es una manipulación de las mal llamadas elites, que no es pandemia, es dictadura, que nos están matando con las vacunas, que no quiere que nadie más se vacune, que es el plan macabro de la agenda 2030, con su primer objetivo, eliminar la pobreza, a costa de eliminar parte de la población. Raúl Peñaranda es uno de esos locos que se dio el lujo de arrojar al vacío de la ciudad todas y cada una de estas imprecaciones, con total desenfado, en un estilo bastante desprolijo, aunque directo, muy a la chilensis, rabiando, echando chuchadas a medio mundo, contra el Seremi, contra el ministro Paris, contra las elites y contra la gente en los edificios que lo trataba de loco y borracho. Sumido en una catarsis que pudo recordar a la de los delirantes místicos, Peñaranda se grababa, sin miedo, mientras seguía en su discurso contracorriente, cual Cristo del Elqui conspiranoico, cual Divino Anticristo enojado, en plan anti NOM (Nuevo Orden Mundial). “Cuando uno se sabe sus derechos uno se pasea al Estado”, dijo, en un momento de lucidez durante su descontrol. Y estaba en lo cierto. Peñaranda se paseaba al Estado y llamaba a los demás a que también lo hicieran, temerosos de lo que pudiera pasar, proyectando su miedo en él, su propia frustración, su propio encierro de espíritu en un “loco culiao”, como él mismo se llamaba. “¿Es una farsa o no?” les lanzó Peñaranda como última pregunta. Nadie se atrevió a contestar.

A propósito, fue inevitable asociar la figura de este compadre a la descrita por Nietzsche en el aforismo 125 de su Gaya Ciencia, el aforismo que tiene por título «El frenético» o «El hombre loco», y en el que se habla de un hombre que se dejó conducir al mercado para afirmar la “Muerte de Dios”. La respuesta de la gente del mercado fue, por supuesto, una carcajada burlesca:

«Dicho hombre, frenético o loco, cierta mañana se deja conducir al mercado. Provisto con una linterna en sus manos no dejaba de gritar: «¡Busco a Dios!» Allí había muchos ateos y no dejaron de reírse. Los descreídos, mirándose con sorna entre sí, se decían: «¿Se ha perdido?» «¿Se ha extraviado?». Y agregaban: «Se habrá ocultado». «O tendrá miedo». «Acaso se habrá embarcado o emigrado». Y las carcajadas seguían. Al loco no le gustó esas burlas y, precipitándose entre ellos, les espetó: «¿Qué ha sido de Dios?». Fulminándolos con la mirada agregó: «Os lo voy a decir. Lo hemos matado. Vosotros y yo lo hemos matado. Hemos dejado esta tierra sin su sol, sin su orden, sin quién pueda conducirla... ¿Hemos vaciado el mar? Vagamos como a través de una nada infinita». Y en tono interrogativo y con énfasis prosiguió afirmando que nos roza el soplo del vacío, que la noche se hace más noche y más profunda, y que se torna indispensable encender linternas en pleno día. Manifestó que se oye a los sepultureros enterrando a Dios, agregando que tal vez tengamos que oler el desagradable tufo de la putrefacción divina, pues, naturalmente, los dioses también se pudren. Y siguió diciendo que lo más sagrado y lo más profundo se ha desangrado bajo nuestro cuchillo, preguntando, al mismo tiempo, si se podría encontrar un agua capaz de limpiar la sangre del cuchillo asesino. E inmediatamente puso en duda que la grandeza de este acto fuera propiamente humana. Y entendía que toda la posteridad se agigantaba con la magnificencia de este acto. Se puso colérico y echó al suelo su linterna y creyó reconocer que se había metido muy precozmente entre los hombres. Intuía que los oídos humanos no estaban todavía preparados para escuchar tales verdades. Porque el rayo, el trueno, la luz de los astros, y los actos heroicos de los hombres requieren su tiempo para arribar. Y este último acto mencionado se encuentra más lejos que los actos más lejanos. Los hombres nada saben de ellos y son ellos los que han cometido el acto. Dicen que el loco ese día penetró en varias iglesias y entonó un requiem æternam deo. Y cuando era arrojado esgrimía reiteradamente su argumento: «¿Qué son estas iglesias, sino tumbas y monumentos fúnebres de Dios?». Nietzsche, La gaya ciencia, sección 125.

¿Será que, como el loco del aforismo de Nietzsche, aún no estamos preparados para escuchar las verdades que nos soltaba Peñaranda en el centro de Santiago, con tanto ahínco y desenfreno?