lunes, 14 de octubre de 2013

Santo ladrón de los deseos

Fui a la Sala Rubén Darío, a propósito de una exposición fotográfica, en verdad sin otra expectativa que comer, flirtear y beber gratis, soportando el relamido discurso patrimonial. En ese acto de desatino, uno entrevé la maravilla poética del despropósito, un tubo de escape para la mecánica rutina. Sin embargo, a mi alrededor, las fotografías parecían testigos de la neurosis de un voyerismo deshonesto, un paseo a la luz de negocios subterráneos y gestos en vitrina.

Me sumé a tal show clandestino como invitado fantasma, (única forma de ser invitado aquí) y. de inmediato. un hombre viejo me interpeló a propósito de la foto de una tumba. Me preguntó ¿Cuál es? reiteradas veces, y yo le digo casi de forma automática que se trata de una tumba en el Cementerio de Playa Ancha. El viejo volvió a preguntar: “¿pero cuál?”. Era la tumba de Emile Dubois, el "santo ladrón" del puerto que le robaba a los ricos en beneficio de los pobres, según la leyenda. Fue entonces que busqué apropiarme de la sacra excentricidad del lugar. Ante la duda del viejo, le repliqué si iba a ir al cementerio. Me dijo, en tono de broma: “todos… no, es decir, iré ahora, a pedir un deseo”, y terminó diciendo:” tú también pide un deseo...”, para luego marcharse. 

La última réplica me hizo pensar en el carácter iniciático de tal punctum fotográfico: ignorar el vistazo programado e interesado de la exposición, para ser arrastrado por la foto de la tumba del santo ladrón y que luego un viejo te sugiera ir a pedirle un deseo. El deseo se volvió entonces una especie de cleptómano de imágenes paganas, puesto que mi voluntad de ahí en adelante adquirió una espontaneidad inusual. Entendí la verdadera irreverencia en el acto de sabotear lo cotidiano, como cuando la chica, la única a la que eché el ojo, la que sacaba fotografías a las personas y a las fotografías pasivase, se acercó también a la foto de la tumba del santo ladrón. Entonces, merodeé distante, como colándome entre los mercenarios de la cultura fotográfica, para luego volver con un vaso de vino y adoptar el aire desinteresado pero jovial de todo invitado fantasma.

Una vez acabó de observar la foto de Emile Dubois, nuestra "meta fotógrafa" miró atentamente, como queriendo pedir un deseo a través de la mirada, como queriendo trascender la magia del aparato que petrifica el tiempo y, en ese instante de contemplación, acudí y le pregunté qué deseo pediría al santo ladrón. Ella, con un no sé previsible, pero con una memorable digresión, deseó que desapareciesen los verdaderos ladrones de la cultura. Asentí y le dije que me gustaría que os ladrones históricos del puerto, de ese modo ella sonríe desaparecieran. Me hubiese gustado que hablara de sus fotos, si no fuera porque ella se despidió en un estrechón de manos, con una cortesía tibia pero formal.

Es así como me vi de regreso en el evento con esa orgía de miradas, tan próximas, pero tan mecánicas. De manera intempestiva, intuyo que uno puede invocar esa secular animita de deseos en su interior, y volverse esa reencarnación del santo ladrón que roba las imágenes del culto snob para transformarlas en destellos de la belleza cotidiana, en una tarea de iconoclasia y de romanticismo, de no ser porque la fotografía siempre acaba siendo, como la mujer, un erotismo que busca fugarse a lo real. Lo único auténticamente real aquí: el despropósito, la ausencia. 

"Ella ha muerto, y ella va a morir”, en una paráfrasis a Barthes de su Cámara lúcida; la chica que fotografió las imágenes, pero que no se dejó fotografiar, rehuyendo la inmortalidad de la luz fotográfica tanto como la del gesto de cortejo, probó entonces, en ese encuentro simpático y fugaz, que la belleza no puede ser robada por quienes solo buscan desacralizar la realidad, sino por quienes la multiplican, en una fuga de luces y de sombras desconocidas entre sí y que por eso son capaces de desearlo todo.