martes, 31 de enero de 2017

Noche arcade

Andando en vehículo por Subida Ecuador hacia arriba, con un amigo. Una vuelta para merodear la noche porteña de verano. Se ve un ambiente prendido para ser día Lunes. Estacionamos un poco más abajo de la plaza. Luego, recorriendo locales, entre cabros y chicas tomando, damos con una pizzería. Dentro tenían una máquina arcade de esas antiguas. De aquellas que para poder jugar había que echar fichas. Cierta nostalgia, cierta emoción nos baja y entramos a jugar. En los tiempos de infancia los paraísos del arcade eran el Galaxica y la galería de los Tres Palacios. Encontrarnos con una máquina de arcade en un contexto de carrete era como una suerte de anacronía. También a su manera un tardis hacia un tiempo donde la diversión solo consistía en ganar un par de partidas, sin otro futuro que el del próximo juego. Elegimos Capitán Comando. La experiencia nos tomó doscientos pesos. A pesar del tiempo aún recordaba la maniobra para el ataque especial. Matamos a unos cuantos monos. Sin embargo, morimos después de vencer al primer jefe. "La wea ñoña, jajaja, todos vacilando y nosotros jugando arcade" decía el amigo en tono de broma. No pude evitar asentir. Era esa sensación de explorar el presente, el bullicioso presente sin otra garantía que el ambiente, para caer de repente bajo el influjo de la máquina. Y su manía lúdica. En el bolsillo aún quedaban unas monedas de a cien. Era o seguir jugando o ir a comprar un par de tragos. Volvimos entonces al auto, hacia rumbo desconocido, fuera de la Subida. No sacábamos ninguna divisa de la noche y su presente. Salíamos derrotados de antemano de esa batalla, pero, en cambio, con una pequeña victoria pírrica contra el olvido. No ganamos la realidad pero ganamos en cambio la memoria. Aunque fuese invocada en un juego perdido.