Esa noche, él había empezado a comprender el extravío del tiempo. Las horas perdidas, una época ardiendo en la memoria. Reminiscencias de un amor que creía enterrado, un rostro de mujer que creía deslavado, pero que volvía a aparecerle en el espejo roto. La verdad es que su corazón aún abrigaba esas oscuras pulsaciones. Su propia sombra le parecía la señal de un pasado hermético, entre palabras y pasiones mendaces. Quería creer que el tiempo no volvería por él, buscando devorarlo. Sin embargo, allí estaba, cual Saturno, tanteando sus pasos y las huellas todavía frescas.
–Ella-, se decía. –su nombre volverá a buscarme-.
Parece escrito a fuego por un inquisidor y zozobra al momento de nombrarlo. ¿Cuál era el motivo de su agitación? Pensó, cuando vino a su mente, de nuevo, el recuerdo agridulce de aquellos besos, los gemidos y la saliva de azufre, la poesía ebria de aquellas horas insomnes. En medio de la nostalgia, arremetió contra la violencia y maldijo la hipocresía de sus antiguos círculos, satanizando su imagen.
¿Por qué tenía que ser de esa forma? ¿Por qué tenía que pasar? Se preguntó si acaso había algo malo que purgar en su interior o solo era la intuición de un nuevo orden, en el cual él ya no tendría lugar. Entonces ella, la otra y su sombra, ella volvía para enseñarle el abismo de las emociones y para caer en el vórtice de una nueva conciencia. Él dobló esa esquina, desprevenido, sin acaso intuir la mirada convertida en su verdugo, una mirada penetrante, metálica. Cada vez que se alejaba del lugar y rehuía la mirada, su antiguo mundo reía y se burlaba de él, no sin antes desatar una conspiración en su contra, una auténtica campaña de terror.
El ladrido de los perros, como cancerberos de la calle, avisaba el nombre fatídico, el grito y el golpe, la herida, el pavimento y luego el silencio. Más tarde, la huida. Ella lo había dejado tendido en el suelo, con sumo rencor, un rencor sin retórica ni metáforas, un rencor bruto. Malherido, se dijo si acaso los versos que le debía a su antigua amada eran esas palabras falaces arrojadas como sangre recorriendo ahora el asfalto, testigo de su caída y de su incomprensible dolor.