El chivo vuelve del cadalso.
lunes, 10 de noviembre de 2025
Breve relato etnográfico sobre el Metro de Valparaíso
Para Técnicas de Investigación II
Fui en metro rumbo a Limache por un reemplazo. En ese contexto, tomé nota de lo que pasaba a mi alrededor, durante tres viajes de regreso. Noté que ciertas conductas de los pasajeros en el metro de Valparaíso, tales como el ceder espacio a la gente mayor o vulnerable; cooperar con músicos y vendedores; y contribuir a un clima grato de viaje, mediante expresiones de cortesía y una cuota de humor, a ratos blanco, irónico o absurdo, fueron conductas reveladoras de un sentido comunitario muy arraigado en la gente de la Provincia de Valparaíso, conocida como la gente “costera”, y en la gente de la Provincia de Marga Marga, conocida como la del “interior”. Eso pude constatar en algunas de las anotaciones realizadas a lo largo de tres recorridos en el metro. En específico, durante el último viaje registrado, el día 29 de agosto.
Aquella vez, ingresé a unas máquinas nuevas. Me senté en el último vagón. Un joven de pelo largo le indicó a una mujer al frente que no podía cargar su celular en unos enchufes. El joven me miró. Se sentía tenso. Le pregunté qué pasaba. Me respondió que no se podía cargar ningún enchufe a bordo, y volvió a revisar su celular. A las 15:10 partió el metro. Al fondo, se escuchó a un músico tocar la flauta. La nueva máquina del metro se sintió más liviana al cruzar el trayecto rumbo a Peñablanca, menos ruidosa y con un movimiento más suave. Eso le dio al viaje un confort especial. A un lado de la ventana, una señora cargaba una maceta con una planta, y los pasajeros procuraron darle espacio. Mientras escribía en el cuaderno, una chica rubia me pidió permiso para sentarse. Quité la mochila y ella se sentó al cruzar la estación Sargento Aldea. Entró luego un caballero cargando un gran alicate. El joven del principio le cedió el asiento. Este se sorprendió por el gesto de amabilidad.
En Villa Alemana, subió una gran cantidad de gente. Se había ido el joven a mi lado. Se sentó un caballero, quien me dijo que había pisado sin querer la correa de mi mochila. “Llegará con la correa café”, me dijo, en tono de broma. Le sonreí. Entró otro caballero y topó el alicate del señor sentado al frente. Se disculpó y, enseguida,echaron la talla. Se notaba cercanía y familiaridad entre ambos. Más adelante, el caballero que me habló al principio se bajó rápidamente en estación Viña. Un músico que se había subido antes tocó la flauta, ahora más cerca. Se bajó un hombre con muletas. La gente le dio permiso y se corrió hacia un lado. El hombre apuró el paso para no perder la estación. La flauta siguió sonando, mientras la gente permanecía silenciosa, mirando hacia afuera o sencillamente enfocada en sí misma. La única música que se escuchó a lo largo del trayecto restante fue la de la flauta.
El metro llegó a Recreo a las 15:55. Allí subieron más pasajeros. A mi lado, una señorita se sentó en el lugar que ocupaba otro caballero. Comenzó a sonar la música del Titanic en la flauta. Le dio al recorrido restante una atmósfera apacible, incluso con un toque romántico. La intérprete acabó su rutina en estación Portales. Pidió un aporte voluntario. Algunas personas le dieron monedas. El señor del alicate se bajó en Barón. Por un momento, solo se escuchó el sonido del cierre de puertas. Una vendedora circuló por el vagón, ofreciendo mentas. Un par de personas le compraron, a lo que la vendedora agradeció, de manera efusiva. Finalmente, llegó el metro a la estación de mi destino, Bellavista, a las 16:05.
Pensé en eso mientras anotaba. Nadie parecía advertirlo. Unos entraban, otros salían. Cada quien, en realidad, experimentaba “su propio Metro”. Estaban quienes resolvían la fórmula trabajo-casa o quienes deseaban experimentar el viaje más rápido, zambullidos en su lectura silenciosa, en su diálogo trastabillante, en su lista musical de Spotify o en su improvisación a bordo. Nadie viajaba por viajar dentro de ese recorrido, todos buscaban algo, algo inenarrable, demasiado veloz para significarlo. A pesar de todo eso, faltarían viajes y páginas para una radiografía más ambiciosa del metro.
En dos viajes anteriores se observó que el trato entre personas era casual, espontáneo y respetuoso entre los mismos pasajeros. Sin embargo, en este tercer viaje alcancé a observar una mayor cantidad de gestos y de acciones solidarias, considerando el trayecto completo desde estación Limache (Marga Marga) hasta estación Bellavista (casi llegando al puerto de Valparaíso). Pese a la distancia entre ambas provincias, se lograron advertir, dentro del metro, algunas señas de ese sentido comunitario asociado a los habitantes del “interior” (comunas de Marga Marga, tales como Limache, Peñablanca, Villa Alemana y Quilpué) y también, por extensión, a gran parte de los porteños que abordaron el metro durante los viajes.
Podría decirse, entonces, que el Metro Valparaíso, con su recorrido que atraviesa ambas provincias señaladas, genera una dinámica social propia, característica de este medio de transporte. La mayor amplitud espacial de las máquinas y el hecho de abarcar tantas ciudades en puntos focalizados, permitió, a mi juicio, la confluencia de cada una de estas personas, con sus diversos itinerarios, sus diferentes inquietudes y sus códigos compartidos dentro del lapso del viaje que arranca durante más de una hora. Marc Augé recuerdo que hacía referencia a los “no lugares”, para referirse a aquellos espacios transitorios y anónimos que carecen de cualquier significado relacional, más allá de su utilidad provisoria.
Con esa definición, tal vez Augé hubiera tomado como ejemplo las estaciones de metro, pero cabe señalar que el propio autor, en su libro “El viajero subterráneo. Un etnólogo en el metro” (1987) confesó que “algunas estaciones de metro están suficientemente asociadas a períodos precisos de su vida”. De esa forma, el mismo autor de los no-lugares se afirmó como un “etnólogo en el metro”, en el momento en el que logra realizar un ejercicio de memoria con una mirada lo suficientemente aguda para descubrir lo imprevisto y lo inaudito en las pequeñas cosas. Esa misma agudeza de mirada, esa capacidad de asombro renovada es lo que permite una amplitud en la percepción y un entusiasmo en el descubrimiento de una realidad palpitante, más allá de los prejuicios rutinarios y la mecanización de la vida. Uno mismo, si se pone en el papel del etnógrafo, se dispone a registrar todo lo que ve y le da rienda suelta a sus interpretaciones y a sus recuerdos, puede desafiar la programación establecida y revelar una huella humana allí donde solo cabía algo automatizado, meramente funcional.
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