sábado, 29 de abril de 2023

El inquilino encerrado

Y como no podía ser menos, les traigo una crónica sobre unos acontecimientos ocurridos hace poco donde vivo. ¿Recuerdan la sección "Hogar" de mi libro Rinconada? Bueno, este texto tiene ese estilo. Se llama

El inquilino encerrado

Estaba en la cocina tostando pan, cuando sonó el timbre de la casa de manera constante. En otras ocasiones, alguien más iba a abrir la puerta, pero esta vez no. Fui a ver quién era y había un caballero detrás de la reja de la calle. Preguntó por el nuevo inquilino, un compadre de pinta gótica con el cual apenas he transado un par de palabras. El caballero dijo que era su padre, que estaba preocupado porque no le contestaba el teléfono y había quedado de venir a buscarlo para llevárselo. Le dije al caballero que no se preocupara, que enseguida subía a su cuarto para ir a verlo. Subí hasta el piso del gótico. Un sonido de llamada no dejaba de repetirse dentro de la pieza. Al mismo tiempo, golpeé en repetidas ocasiones, sin éxito. El gótico no contestaba ni daba señal alguna de estar despierto. La luz, sin embargo, permanecía encendida.

Volví a bajar donde el caballero para comentarle que su hijo no contestó ni sus llamadas ni mis toques a la puerta. Le expliqué que seguramente podría haberse quedado dormido de manera profunda. Otra hipótesis que barajé para mis adentros fue la de una renuencia a ver a su padre y un encierro deliberado en la pieza, pero la hipótesis no tenía asidero real, así que simplemente intenté tocar de nuevo a la puerta del gótico hasta que se dignara a abrirla. Nada. No resultó. El gótico seguía ahí adentro, sin abrir ni contestarle a su pobre padre esperándolo afuera. En ese momento de inquietud, el caballero se iba a una esquina para luego regresar, en cuanto abriera la puerta de la casa y le diera la próxima noticia, por inútil que fuese. Le dije al caballero, entonces, que lo mejor era hablar con la dueña de la casa.

Bajé hasta el primer nivel donde reside la dueña junto a su marido. Toqué a su puerta y tampoco contestó ¿No será que tampoco la dueña de casa desea salir, en una suerte de conspiraciones de huéspedes puertas adentro? Era improbable. Desistí de tocar a la puerta para no molestar y llamé a la dueña al teléfono. Al contestar, le expliqué todo lo que estaba pasando, por lo que ella quedó de llamar al chico gótico. No hubo caso. De esa forma, pasó un rato en que la casa entera se volvió la cámara de eco de esas llamadas perdidas retumbando en las paredes y en la murmuración del caballero que no paraba de llamar afuera, a punto de la desesperación.

En unos minutos, cuando la situación parecía estancada, subió el marido de la dueña. Fue hasta la reja de la calle y se comunicó directamente con el caballero. Se enteró de todo lo que estaba ocurriendo, así que subió hasta la puerta de la pieza del gótico. Tocaba y tocaba y seguía sin haber respuesta. Le expliqué que había hecho lo mismo, hace unos minutos, inútilmente. Fue ahí que empezamos a especular lo peor. Yo solo quería creer que el compadre se había desmayado por algún motivo. El marido de la dueña sonrió irónicamente con un “ojalá”.

Bajó de nuevo donde la señora. Mientras tanto, el caballero seguía afuera. Como mi pieza está próxima a la puerta de entrada, hice las veces de mensajero, preocupado por algo que me involucra directamente en calidad de inquilino. Mal que mal, la tranquilidad de unos dentro de la casa puede contribuir a la tranquilidad de todos. Lo que pasara allí adentro en la pieza del compadre, aunque no fuera de mi incumbencia, podía afectarnos si es que se tratara de algo grave. Pasara lo que pasara allí dentro, nos podía salpicar en calidad de testigos, y nadie estaba dispuesto a correr ese riesgo. Era mejor aclarar cuanto antes el embrollo del encierro de nuestro gótico inquilino.

Subió la dueña de casa hasta la puerta de salida. Se había manifestado con suma preocupación, alegando que este tipo de cosas perturban la armonía de la casa. Habló con el caballero y este le explicó con suma paciencia lo que estaba pasando con el tema de su hijo encerrado. La dueña intentó comprender, pero parecía que su ánimo se alborotaba. Traté de decirle que se calmara, que lo mejor era abrir la puerta de la pieza para ver qué pasó con el compadre. De esa forma, la dueña respiró hondo, volvió donde estaba su marido y fue a pedirle una copia de las llaves maestras, aquella que serviría para revelar el misterio de golpe. Por un momento, nos miramos con el marido de la señora. No nos dijimos nada, pero ambos sabíamos lo que estábamos pensando. El marido, con un cigarrillo en la boca, en el umbral de la puerta de salida, miraba hacia arriba, mientras la dueña llamaba y llamaba a la puerta de la pieza del gótico. Tan pronto la casa volvía a repetir un sinfín de llamadas telefónicas y golpes de nudillos en la puerta, el padre del joven inquilino se asomó entre la reja de la calle, a ver si así podía tener alguna noticia de su hijo.

De nuevo, un silencio inquietante. Volvimos a mirarnos con el marido de la dueña. En definitiva, ambos temíamos lo peor. Temíamos que los sonidos de la casa fueran el anuncio de una posible partida. La dueña de la casa bajó, con la cara compungida y fue con el caballero en la calle para abrirle la reja y hacerlo pasar. El caballero entró, temeroso, junto a la dueña que le indicó el camino, con sumo nerviosismo. En tanto, la dueña y el caballero subieron hasta la puerta de la pieza para abrirla con la llave maestra. El silencio volvió a reinar en la casa ¿la tranquilidad antes de una impredecible tormenta? ¿La antesala al sueño eterno? Volvimos a mirarnos con el marido de la dueña. Comprendimos, en esos instantes, con los pasos sigilosos de la señora y el padre del joven, que la muerte, a esas alturas, podía ser una probabilidad, remota, aunque no imposible. ¿A cuántos no les llega su hora, ciertamente, en la extraña seguridad de una casa ajena? Esta podía ser esa vez.

No paraba de imaginar escenarios posibles. Especulé sobre un muy improbable arrebato de cólera del gótico, en cuanto abrieran la puerta. Temía que la apertura de esa puerta desatara en él la sombra al ver a su padre. Así que me puse en guardia, solo por sugestión. El marido de la dueña, por su lado, se hallaba igual de vigilante. En ambos rondaba el rumor de una muerte hipotética, alimentado por la incertidumbre del asunto. Cuando se sintió el sonido de las llaves abriendo la puerta, estábamos expectantes. De pronto, se escuchó la voz del caballero, llamando por su nombre al joven. Lo hacía también la dueña de la casa. Los llamados a viva voz se hacían más y más altos, hasta que, por fin, el joven se dignó a contestar, con una voz baja y aletargada. “Está vivo”, dijo el marido de la dueña, aliviado y se retiró sin más. Era lo que tenía que saber. Yo también respiré profundo: la muerte, su rumor, se había desvanecido.

El gótico había vuelto de las sombras y había roto su encierro. La dueña bajó junto a su marido, más tranquila, no sin antes darme las gracias y expresar su molestia ante el bochorno. Lo que pasó fue que el compadre gótico había consumido una pastilla para las crisis de pánico, provocándole una momentánea pérdida de conocimiento. Ese pánico se reflejó, durante algunos segundos, en el rostro de la dueña: fue su proyección. Cuando ya la dueña y su marido se largaron, el caballero seguía arriba con su hijo. Él se encargaría de despertarlo de su letargo para llevárselo, de una vez por todas. No hubo ninguna otra palabra. Apenas una tímida despedida al momento de abrir la puerta de acceso y caminar rumbo a la calle.

El caballero agradeció, a lo lejos. En cambio, el rostro del gótico apenas sí gesticulaba alguna cosa. “¿Cierras tú?” fue lo único que me preguntó. Le respondí, de inmediato, que cerrara él. Sentí que él debía cerrar la puerta de la casa, por la sencilla razón de que él no quería abrir la de su pieza en un principio. Así fue cómo todo volvió a estar cerrado y silencioso. Cuando invade, nos llegamos a imaginar que el otro no está ahí para nosotros, que le ha cerrado la puerta al mundo para siempre, que nos provoca a forzarla para salvaguardar alguna mísera comunicación, porque muchas veces se nos va la vida en un abrir y cerrar de puertas, y no siempre sabemos cuándo es hora de quedarse o cuándo es hora de partir. Siempre se está saliendo de un lado; siempre se está entrando en otro. En ese adentro y ese afuera, que es nuestro y es de los otros, nos medimos.