sábado, 10 de mayo de 2025

Paternidad

(Ejercicio narrativo de escritura creativa)


Esa mañana, ella mandó un mensaje misterioso: había soñado conmigo. Era un sueño extraño. Yo la llevaba en un vehículo y nos quedábamos hablando de un videojuego por horas. Absorto por el sueño y la situación en sí misma, le pregunté qué más pasaba. Ella dijo que no sabía. Luego agregó que, de la ventana del vehículo para afuera, todo se veía oscuro. No dio mayores detalles. Sin embargo, lo más inaudito de todo, vino después. Ella me señaló que, en el asiento trasero, había dos niños, los cuales, supuestamente, yo tenía que ir a dejar a alguna parte. No especificó dónde. Sorprendido por la referencia a estos niños, le pregunté si eran suyos. Me dijo que no, que no lo eran. Después, le pregunté cómo terminaba el sueño, qué ocurría. Ella me contestó que la dejaba en su parada, pero, antes de eso, me daba la clave del videojuego al cual me había invitado a jugar, una clave alfanumérica.

Cuando acabó de contarme su sueño, le propuse que teníamos que jugar aquel juego, aunque no supiera exactamente de qué clase de juego se trataba. Ella asintió. Entonces, le conté mi intriga respecto de esos niños en la parte de atrás del vehículo. Ella me dijo que quizá se trataba de una señal, una señal de que iba a ser padre. Le respondí que podría ser una premonición. La soñadora terminó preguntándome si iba a estar en la casa aquella tarde, para “dejarse caer”. Le confirmé que sí, que iba a estar. Al rato después, no volvió a decir nada. No respondió ningún mensaje.

En tanto, me quedé en la casa, imaginando las posibles relaciones de ese sueño conmigo. Sabía que ella era aficionada a los videojuegos, ¿pero la alusión a ese juego habrá sido una metáfora de lo que ella tramaba? Lo que me llevó al misterio de los niños en la parte de atrás del auto. Ella mencionó que no eran suyos. Sin embargo, al rato, sugirió que la presencia de esos niños en el sueño podía significar que quizá sí me veía como un padre, o como alguien que podía llegar a serlo. Yo estaba lejos de quererlo, ni por asomo, aunque el magnetismo del sueño me llevó a imaginar la idea, por lo atractiva y bizarra.

¿Por qué niños a los cuales tenía que ir a dejar? ¿A dónde? ¿A alguna guardería, con su hipotética madre o, peor aún, a un orfanato? ¿Esa era su limitada concepción sobre mi persona, la de un simple cuidador o protector? Inmediatamente después, la sugerencia a formar parte de ese juego ¿habrá sido una propuesta subliminal para invitarla a mi vida, o para jugar a que era parte de ella? En suma, la sola posibilidad de que me soñaran como un posible padre me producía ansiedad; y la asociación al juego dentro del sueño, o al sueño del juego, resultaba, por lo menos, sugestiva, proviniendo de su imaginación desatada, de su aparente desapego al compromiso, promovido por su aire juvenil.

Tal vez ella solo haya deseado soñar que ese juego se volvía realidad, para regocijarse en la idea, sin que llegara a concretarse, para comunicármela y dejar instalada, ahí, en el interior, la semilla de esa conciencia: la terrible conciencia de ser padre.


De pronto, cayó la noche. Cerré los ojos. Era ella. Últimamente todo el tiempo se debatía en torno a sus espasmos interiores. Me inquietaba el hecho de proyectar la idea atrapada en su vientre, porque eso era en un principio: el milagro provocado por el placer, y luego la idea en nuestra mente sobre la creatura y todo el molde de una nueva realidad que ella traería consigo. Un Golem existencial, el dilema del origen y del fin.

Todo era ella. Su sueño acuñaba imágenes paradisiacas, seguidas de escenarios idílicos, sueño por el cual debíamos luchar y organizar nuestro aniversario juntos, toda una novela que añora consentidas patologías y sensaciones, no del todo escritas, pero tampoco, no del todo olvidadas.

Durante la velada, ella miraba al cuadro de su madre, mientras conversábamos entre copas sobre lo que seríamos en el futuro. Ella, hermosa como nunca, dionisiaca en ese instante etílico y, a la vez, preocupada por el rol que adoptaríamos, jovial en su decisión. Nuestra familia era distante como un mito, pero estábamos felices de forjar una, como si se tratase de una espada prohibida. Ella ideaba la estructura del mundo que construiríamos. Se veía dispuesta a todo, aunque, en el fondo, no podía ocultar su ansia.

No me explico cómo, cómo no pude percatarme antes de los síntomas de la concepción, cuando ella misma había declarado que no estaba interesada nada más que en nuevos espacios para nuevos encuentros que, paradójicamente, no habíamos podido construir del todo, sino hasta ese milagro imprevisto, la ciudad que ya se empieza a vislumbrar en su interior, ella que todo lo vuelve realidad, que todo lo vuelve sangre, vida.

No faltaba mucho tiempo para enfrentar a nuestros familiares y sobrellevar la causa de nuestro temprano y perfectible amor. Como siempre, charlamos de lo lindo, mientras me tapaba los labios con la mirada. Allí dedicamos tiempo a saldar cuentas en carne. Después de un recuento matinal, no quedó tiempo para la recomposición del olvido. Seguimos adelante, unidos en la causa, como atados por un lazo espiritual.

Ella se despidió para cumplir su parte. Yo, por primera vez después de tanto tiempo, me encontré conmigo mismo. Aunque no fuera perfecta nuestra causa común, debía cumplir con la promesa: enfrentar el fantasma de mi padre, ése que hizo de mí un agente meditabundo, sin otro rumbo en la vida, pero con algunas cuantas ideas y emociones en el pecho.

Llegó el momento, el momento en que acudió ese hijo del capital, al Congreso de Escritores Anónimos, como si fuese posible concebir semejante cofradía en el Chile de hoy. Lo seguí como a un zorro, pero con la paciencia de un monje rabioso. Reservé en un hotel muy cercano. Caminé hasta el apartamento del presunto progenitor. Me resguardé así en el escondrijo en la azotea, sin que nadie pudiera verme. 

Zorro, cauteloso, esperé. Al rato, decidido a todo, fui a destino. El acceso estaba bloqueado con una contraseña. Entonces, apurado, revisé entre mis bolsillos, hasta que encontré un papel con una extraña clave alfanumérica, escrita con lápiz pasta: nigredo33. La coloqué cuidadosamente en el tablero, y fue así que entré a aquella habitación, donde me encontré finalmente con mi padre.

Asustado, no me reconoció al principio, hasta que lo obligué a hacerlo. Estaba salpicado en lágrimas y orgulloso de mis aportes a la Sociedad de la cual él es el máximo gestor, pero mi resolución era más fuerte, era la que venía desde muy adentro. ¡Le revelé el secreto! La terrible conciencia de ser su hijo. Lo agarré fuerte. Lleno de espanto, al verse enfrentado por quien creía haber abandonado, anónimo como su propio pensamiento ambicioso, sufrió de una convulsión cardiaca y exhaló así su último aliento en el acto, sin otro remedio que el recuerdo y ahora el vacío de nuestras ausencias reencontradas.


Agitado, regresé al cuarto. Miré el reloj. Ella me estaba esperando sobre la cama, envuelta de una sensualidad a toda prueba. Aunque hubiera cumplido mi parte del trato, me sentía, sin embargo, despojado de mi poder. Me sentía a merced de su presencia. Ella le había ocultado la verdad a su familia, la verdad sobre nuestra nueva creatura, y la había revelado. Era el sacrificio necesario para zanjar este secreto compromiso, esta herejía con nombre de futuro.

Mi padre había muerto frente a mí o tal vez yo crecí sabiendo que algún día lo vería morir solo por llegar a conocerme. Privado de mi creador, me propuse cuidar el legado de su ausencia. Quizá esa fue siempre mi vocación, y nunca la puse en práctica, sino hasta ahora, que la cojo fuerte entre mis brazos, como privándola de su antiguo mundo. Ella se levantó, fue por un vaso de agua y volvió a un costado de la cama, mirando nuestra foto de matrimonio como por inercia. Apenas sonrío. Nadie dijo nada en toda la noche.